XXX
Consideraciones en torno a la Cruz
que pronunció Salvador Marín Hueso en el
Antiguo Hospital de San Julián de la Ciudad de Málaga el día 1 de mayo del Año
del Señor de 2012
0.- Preámbulo
Témpano
que germina nudo a nudo
por la turba insaciable de las horas,
delicia de las junglas bienhechoras,
alada conjunción, troncón desnudo.
Cetro y ancla del Sol, punzón agudo,
aguja de las ingles cazadoras,
columna de las fiebres trepadoras
que lloran por mi anhelo el a menudo.
Desnuda tu corteza ante mis besos,
reviste con tu miel mis entretelas,
anega con tu hiel mis embelesos.
Desgarra con tus ramas mis cautelas,
clavadas a la lluvia de mis huesos,
y átalas, Cruz, al nervio de mis velas.
M.I. y Rvdo.
Padre Delegado Episcopal de Hermandades y Cofradías:
M.I. y Rvdo.
Padre Cura-Párroco de San Juan Bautista:
Sr. Hermano
Mayor, Sr. Mayordomo de la Santa Vera+Cruz, Junta de Gobierno y hermanos de las
Reales Cofradías Fusionadas de San Juan:
Sr. Hermano
Mayor y hermanos de mi Archicofradía Sacramental de Nuestra Señora de los
Dolores de San Juan:
Hermanas y
hermanos todos en Jesús Resucitado:
Ante todo, gracias. Gracias, hermanos fusionados, por
hacerme tan feliz, por regalarme este gozo de
compartir esta hora con vosotros. Gracias por confiar en mí, por
ilusionarme del modo en el que lo habéis conseguido.
No habéis elegido a un teólogo, ni a un exégeta bíblico ni a
un cristiano ejemplar. Habéis elegido a un pecador ignorante, pero eso sí, os
lo prometo, a un pecador enamorado. Enamorado de San Juan, donde habita la
Señora de sus días y sus noches, Señora de los Dolores. Enamorado de
Fusionadas, donde florece la Vera+Cruz de sus mejores madrugadas. Enamorado de
ser cofrade y de ser cristiano y, por tanto, enamorado del Árbol de la Vida.
Igualmente os lo confieso: habéis conseguido torturarme. Los
míos os pueden atestiguar que han sido muchas las horas de desvelo, de
auténtico martirio (bendito martirio) tratando de averiguar la senda por la que
debía conducir mis palabras. Y es que la tarea que me habéis encomendado es tan
apasionante como exigente. ¿Quién soy yo ─me he preguntado una y otra vez, sin
rémora de falsa modestia─ para glosar el misterio de la Cruz? ¿Qué puedo
aportaros distinto a lo que ya os ofrendaron mis predecesores? ¿Cómo superar,
por ejemplo, las deliciosas consideraciones de Francisco Aranda, a quien
agradezco su presentación desde el sonrojo y la rendida admiración que le
profeso?
Hasta que decidí acogerme a las palabras del Maestro en el
evangelio de Juan:
El que habla por su cuenta busca su propia
gloria; pero el que busca la gloria del que le ha enviado, ése es veraz, y no
hay impostura en él.
No se
trata, me dije, de lo que yo pueda deciros de mi cosecha, sino de lo que el
Señor se encargue de sembrar y cosechar en mi corazón.
Y es
que es ahí, en el corazón, donde se
decide la siembra de la Cruz, tal y como el Arte se ha complacido en
mostrárnoslo tantas veces. Es en el corazón donde el Santo Madero extiende sus
raíces. El corazón es el jardín en el que el Árbol con mayúsculas arraiga
plantado junto a arroyos de aguas, dando
su fruto en su tiempo, y su hoja no cae,
y todo lo que hace prosperará,
tal y
como canta el salmo primero.
1.- La Cruz, pabellón de infamia
Y, sin
embargo, la Cruz se nos presenta en primer lugar como símbolo de opresión
y despotismo, de tortura y crueldad. Miles de seres humanos sucumbieron
a lo largo de la Historia a una ejecución en la que el sufrimiento
alcanzaba los últimos asideros de lo
posible.
¿Qué
clase de criatura es el hombre, me he preguntado muchas veces, para haber
inventado tan descabellada forma de asesinato? ¿Qué clase de depravación de la
imaginación allanó la posibilidad de un tormento tan infame?
Convertido
el cuerpo por entero en una llaga, dada la flagelación previa, los condenados
veían mermada su respiración hasta límites insufribles. La muerte podía tardar
días en llegar, y se procuraba extremar todos los detalles vergonzantes y
torturadores, entre los que la desnudez era prácticamente el más anecdótico de
todos.
Es el
continuo Viernes Santo de la Historia. El Viernes Santo de Auschwitz, de Siberia,
de Camboya, el de nuestra Guerra Civil y su posterior represión. Es el rostro
inasumible del Mal, con mayúscula, en todo tiempo y lugar.
Es la
lógica del poder, de los totalitarismos que aplastan las conciencias y
prostituyen los entendimientos, hasta convertir la libertad y la dignidad
humanas en simples harapos. Es la lógica de la tiranía frente a la que el
Maestro nos previno:
Sabéis que los jefes de las naciones las
dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder.
Es el
misterio de la iniquidad que anonada y rebela, que hace que nuestro grito se
eleve tantas veces contra Dios por permitir un universo en el que se alza por
doquier la cruz de la injusticia y de la muerte. Así lo hacía Dámaso Alonso en
su inolvidable poema “Insomnio”, gestado en los días de nuestra post-guerra sin
que aún hubieran callado los cañones de la II Guerra Mundial. Dámaso ve en cada
ser humano un cadáver en potencia, y exige cuentas al Creador:
(…)
Y paso largas horas preguntándole a Dios,
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de
cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se
pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con
nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes
rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus
noches?
El
grito de Dámaso es el grito del Cardenal Carlo Maria Martini en el mismísimo
Auschwitz, que nos dará la clave para continuar:
¿Por qué? ¿Por qué la muerte, la crueldad
gratuita? ¿Por qué no acaba tanto mal? ¿Por qué la violencia que de aquí pasa a
Bosnia, Rwanda, Burundi, Sudán, Zaire? ¿Por qué la bestialidad humana?...
Preguntas que no pueden aplacarse desde el momento en que, penetrando en el
absurdo, no pueden encontrar respuesta satisfactoria. Surge entonces la
necesidad de invertirlas, de renunciar a plantearse preguntas para escuchar las
que nos dirige Dios. Empezamos a calmarnos sólo cuando nos decidimos a escuchar
a Dios, que nos interpela y nos habla.
Porque,
como concluye el cardenal,
también en el misterio del mal, en el
corazón de ese mismo misterio, se revela la gloria divina.
Y es
que el Dios de nuestra fe no es ningún titiritero. Todopoderoso, sí, pero con
decidida vocación de renunciar a su poder en favor de la libertad de su
universo y, dentro de ella, en favor de la libertad humana.
Un
mundo sin mal sería un mundo sin libertad. Un mundo en el que la mano de Dios
se hiciera patente en cada acto, en cada respiración, sin permitir que el pulso
de la Creación latiera con autonomía, no sería mundo: sería, en efecto, un
teatro de guiñoles.
El
Mal, duele decirlo, es necesario para que el mundo sea libre. El Mal es la consecuencia
indefectible de un mundo lanzado a andar por un Padre de Libertad que, si
decidiera controlar exhaustivamente las fuerzas del universo, sería benefactor,
sí, pero no sería Padre, porque todo buen padre, si lo es, sabe que su hijo,
como decía Tagore, debe ser la flecha y él sólo el arco.
Y para
nosotros, los que contemplamos a Aquel al que traspasaron, en el Mal se revela,
en efecto, la gloria divina, porque fue en el centro mismo del Mal, en la Cruz
de nuestra infamia, donde su poder quedó doblegado. Fue en el cimiento mismo
del pecado y, por tanto, de la muerte,
donde explosionó la carga liberadora de la Redención.
Dios
se hace el primer sufridor del Mal. Elie Wiesel, víctima del horror nazi, narra
la siguiente anécdota y reflexión, tan terrible como luminosa:
Las SS colgaron a dos hombres judíos y a
un joven delante de todos los internados en el campo de concentración. Los
hombres murieron rápidamente, la agonía del joven duró media hora. ¿Dónde
está Dios? ¿Dónde está?, preguntó uno
detrás de mí. Cuando después de largo tiempo el joven continuaba sufriendo,
colgado del lazo, oí otra vez al hombre decir: ¿Dónde está Dios ahora? Y en mí mismo escuché la respuesta: ¿Dónde
está? Aquí está:¡colgado del patíbulo!
Pero
por mucho que Dios lo haya santificado siendo su reo, cuesta, cuesta asumir el
rostro del Mal. Por eso, Santo Madero,
bajo
tu sombra mi sed aúlla,
mi
sed desespera,
mi sed
clama y escala por ti en busca del cielo que cierre su interrogación.
Apágala,
Cruz, apágala, pronto,
que se
cuaja mi sangre y duele y me resquebraja,
y sólo
queda la noche del páramo, aquí,
en el filo helado de la Historia,
donde
un niño te pregunta con mi voz,
te
pregunta, Cruz,
por el
llanto de los animales mansos,
por la
llaga de los hogares profanados,
por el
rostro amarillo de los tiranos que nos coleccionan como muñecos entre los
dedos,
te
pregunta, Cruz,
por
las horas de la ciénaga,
por el
silencio devastado de las tumbas sin nombre,
por
los huesos olvidados de los corderos sin culpa,
por
tanta huella inocente perdida bajo tu sombra,
oh,
Cruz,
lábaro cruel y bárbara bandera
que abreva por la sangre su alimento,
tumba del aire y costra y fundamento
del sueño que se angosta en calavera.
¿De dónde tanta muerte en tu ladera,
de dónde tanta cal en tu tormento,
de dónde tu guadaña al tibio aliento
del Hombre por quien vuela primavera?
Mas atiende, mortal, la dulce vena
que asciende por el tronco verdecido,
de pronto, sobre el yermo de la arena.
Atiende, oh, mortal, y aprende herido
que la muerte en la muerte se condena:
que el Árbol a sí mismo se ha vencido.
2.-
El
Árbol a sí mismo se ha vencido
2.1.-
La Cruz vence a la cruz
Sí: el Árbol a sí mismo
se ha vencido. La Cruz vence a la cruz. La muerte derrota a la muerte. Mors mortem superavit. Cristo se introduce en el centro mismo del Mal
y, en él y desde él, lo deja inservible. El triunfo pascual se gesta por la
cruz y ya en la cruz.
Decía
Chesterton que la sabiduría cristiana es
paradójica. Qué mayor paradoja que la Cruz. Cristo nos gana a través de
la pérdida. A través de la humillación, gesta su gloria. Así proclamamos a
nuestro Dios: un Dios que asume la debilidad para ganar el pulso de la
Historia. Si los grandes de la tierra apuestan por los tronos de la dominación,
Jesucristo apuesta por un trono destinado a esclavos y bandidos, a la escoria
social. Como nos recuerda nuestro llorado José María González Ruiz,
Cristo se presenta en una condición o modo
de existir que ha de ser concebido como cautividad y servidumbre bajo el
régimen de los poderes cósmicos, de los “elementos del mundo”
(…)
Dios se deja colgar por el mundo en una
cruz; Dios está sin poder y débil en el mundo, y precisamente así y sólo así
está entre nosotros y nos ayuda. Cristo no nos ayuda en virtud de su
omnipotencia, sino con el poder de su debilidad, de su pasión y sufrimiento.
Es el
mensaje de San Pablo en la Carta a los Filipenses que nunca debe dejar de
resonar en nuestros oídos:
Cristo, a pesar de su condición divina, no
hizo alarde de ello; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición
de esclavo. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó
sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”, de modo que al nombre
de Jesús toda rodilla se doble ─en el cielo, en la tierra, en el abismo─ y toda
lengua proclame: ¡Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios padre!
Cómo
no rendirse, cómo no arder de amor ante quien se deja consumir justamente por
amor. Cómo no enamorarse de un Dios tan lejano de los dioses tronantes, de los
dioses violentos, de los dioses que en la fuerza y el poder desarrollan su
personalidad. Cómo no enamorarse de un Dios que se deja colgar en cruz para que
el abrazo del padre al hijo pródigo se perpetúe a lo largo de los siglos.
Porque
eso es la Cruz: abrazo permanente. Brazos abiertos, ofrenda perpetua. No
tengáis miedo, nos advirtió Juan Pablo II, y cómo tener miedo de un Maestro que
para atraernos hacia sí lo hace convertido en dulce cordero, en mansa criatura
que no pretende doblegarnos a través de su omnipotencia, sino de su pequeñez,
de su humildad, de su sencillez cautivadora.
Cristo
es esa indefensa criatura ante la que, sin embargo, las fuerzas del Infierno
jamás prevalecerán. Cristo es el signo de paz y mansedumbre que vislumbrara
Isaías:
Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un
retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu de Yahvé,
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y temor de Yahvé.
Y se inspirará en el temor de Yahvé.
No juzgará por las apariencias,
ni sentenciará de oídas.
Juzgará con justicia a los débiles
y sentenciará con rectitud a los pobres de
la tierra.
(…)
Justicia será el ceñidor de su cintura,
verdad el cinturón de sus flancos.
Serán vecinos el lobo y el cordero,
y el leopardo se echará con el cabrito.
El novillo y el cachorro pacerán
juntos,
y un niño pequeño los conducirá.
La vaca y la osa pacerán,
juntas acostarán sus crías,
el león, como los bueyes, comerá paja.
Hurgará el niño de pecho en el agujero
del áspid,
y en la hura de la víbora
el recién destetado meterá la mano.
Nadie hará daño, nadie hará mal
en todo mi santo Monte,
porque la tierra estará llena de
conocimiento de Yahvé,
como cubren las aguas el mar.
2.2.- Árbol de la dulzura y de la paz
Paz,
mansedumbre y dulzura, porque no nos equivoquemos: Dios no elige la Cruz para
que nos deleitemos en una orgía morbosa y sadomasoquista, tal y como ha sido
del gusto teológico de ciertas producciones cinematográficas que, por
desgracia, han tenido más éxito del que le habría gustado a quien os habla.
Qué queréis que os diga: ante la Cruz, yo no me complazco en
contar azotes, sino bondades. Ante la
Cruz, no veo despojos de carne sino aleluyas de victoria. Cristo sufrió un
tormento indecible, sí, pero, por fortuna, Viernes Santo en el Calvario sólo
hubo uno, aunque, lo sé, sacramentalmente lo revivamos en cada eucaristía.
Nosotros, los hijos de un Dios de vivos y no de
muertos, no podemos contemplar la Cruz
si no la entendemos como hermana y equivalente del cirio pascual. Quizá sea
cuestión de sensibilidad personal, pero haced conmigo la prueba. Entrad conmigo
en San Juan. Contemplad al Señor de la Redención, al Señor de Ánimas de Ciegos,
al Señor de la Vera+Cruz, nuestros crucificados muertos, y decidme si no veis en ellos paz antes que
orgía de sangre.
Al fin y al cabo, ¿por qué les hablamos? ¿Por qué les
rezamos? ¿Por qué su bendito rostro depara descanso a nuestras fatigas? ¿No se
supone que en la cruz están muertos? ¿Por qué entonces nuestra intuición los
sabe tan rabiosamente vivos, por mucho que sus ojos permanezcan cerrados? No vas muerto, vas dormido, dicen
algunas saetas.
Sé que
tienen su asomo de herejía, puesto que muerte fue y no sueño, pero la sabiduría
popular intuye a la perfección cómo desde el Domingo de Resurrección, desde la
Noche Santa de la Pascua, no podemos contemplar la Cruz sin abrazar confiados a
la hermana muerte, que diría San Francisco, en lugar de asquearnos ante su
rostro.
2.3.- El Árbol de la locura: la verdadera sabiduría
El
Árbol a sí mismo se ha vencido. El signo de ignominia se convierte en sonrisa
en nuestros labios. Es una locura, una bendita locura, como de nuevo San Pablo
nos advirtió desde el principio de la Historia de la Iglesia:
El lenguaje de la
cruz, en efecto, es locura para los que se pierden; mas para los que están en
vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios. Como está escrito: Destruiré
la sabiduría de los sabios y haré fracasar la inteligencia de los inteligentes.
¡A ver! ¿Es que hay alguien entre
nosotros que sea sabio, erudito o entendido en las cosas de este mundo? ¿No ha
convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Sí, y puesto que la
sabiduría del mundo no ha sido capaz de reconocer a Dios a través de la
sabiduría divina, Dios ha querido salvar a los creyentes por la locura del
mensaje que predicamos.
Lo sabemos desde chicos: son
los locos los que dicen la verdad. No podemos gloriarnos en ser cristianos si
no nos reconocemos como locos. No pretendo
otra cosa más que me llamen loco en este mundo, decía el poverello de Asís.
Dado que el hombre no
había conocido a Dios con la sabiduría humana, se ha presentado él con la cruz, el escándalo y la necedad,
nos advierte de nuevo el cardenal Martini a propósito del carisma
franciscano, que tanto tiene que ver con nuestro carisma de la Vera+Cruz.
No se trata de que Dios rechace ─faltaría más─ la senda del
conocimiento, pero sí nos muestra a través de la Cruz que la verdadera
sabiduría está muy lejos de lo que habitualmente el hombre ha entendido como
tal. La verdadera sabiduría no se cifra en la erudición o en el frío acatamiento
de la Ley:
Yo, viviendo en la Ley, morí a la Ley para
vivir en Dios. Con Cristo he sido crucificado,
dice
de nuevo San Pablo.
A
propósito de esto, de la sabiduría entendida como mero aprendizaje y
acatamiento irreflexivo de la Ley escrita, no puedo resistirme, a modo de
paréntesis, a recoger las siguientes
palabras del maestro Unamuno, que apelan directamente a nuestra identidad
cristiana, a qué hemos entendido a lo largo de nuestra Historia como tal:
Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y contemplamos su gloria, gloria
como de unigénito del Padre. Así se dice
en el prólogo del Evangelio según San Juan. Y este Verbo que se hizo carne
murió después de su pasión, de su agonía, y el Verbo se hizo Letra.
O sea, que la carne se hizo esqueleto, la
palabra se hizo dogma, y las aguas del cielo fueron lavando los huesos del
esqueleto y llevándose a la mar sus sales (…) Porque el espíritu, que es
palabra, que es verbo, que es tradición oral, vivifica; pero la letra, que es
el libro, mata. Aunque en el Apocalipsis se le mande a uno comerse un libro. El
que se come un libro, muere indefectiblemente. En cambio, el alma respira con
palabras.
Cuántas
veces, me pregunto con Unamuno, hemos convertido la Palabra en letra muerta.
Cuántas veces nuestra resistencia a asumir que la sabiduría cristiana es
sabiduría del amor y no de la letra, ha hecho que se desequen en nuestros
corazones, y ante los ojos del mundo, las raíces siempre frescas de la Cruz.
La
sabiduría de la Cruz sólo entiende de un dogma del que se suceden todos los
demás y no al revés: el dogma del amor. La sabiduría de la Cruz debe ser
manantial que brote de un corazón transformado, de un corazón que se sitúe a sí
mismo, al corazón, en el centro de su objetivo.
Cruz
clavada en el corazón. Cruz clavada en el centro mismo del universo, pues…
2.4.- Árbol universal
tienen forma de cruz:
los pájaros que vuelan,
el mástil que se enarbola,
los pendones que ondean,
los pinos que echan ramas,
las sendas que se encuentran,
el fraile que predica,
el barquero que rema,
el niño al ver a la madre
y el pecador que reza
con los brazos tendidos
cual las aves que vuelan.
Estos versos de Jacint Verdaguer nos
sitúan a la Cruz visible y reconocible en múltiples formas, y así la ha asumido
desde siempre la Humanidad. Como nos recuerda el investigador René Guénon,
la
cruz es un símbolo que se encuentra casi en todas partes y desde los tiempos
más remotos; el hecho de que sea común a casi todas las tradiciones parece
indicar su vinculación directa con la Gran Tradición Primordial,
con la sophia perennis, esto es,
con la tradición unánime de toda la Humanidad.
La Cruz ha sido intuida como eje y asiento de la sabiduría divina en
infinidad de pueblos y culturas, antes y después de Jesucristo, que han hecho
de ella signo cenital de sus intuiciones metafísicas, desde la
complementariedad de los contrarios hasta la multiplicidad de los estados del
ser.
La Cruz la forman el Meridiano 0 y el Ecuador. La Cruz implica arraigo en la
Tierra y vuelo hacia el Cielo. La cruz supone impulso horizontal (el del hombre
hacia el hombre) y vertical (el del hombre hacia Dios).
Culturas antiguas sin contacto entre sí compartían la cruz, que jugaba un
papel primordial, por ejemplo, en la sabiduría hindú, egipcia, celta o
precolombina.
Y es que Dios se vale siempre, en su comunicación con el hombre, de signos
que a éste le sean reconocibles, y
mediante la Cruz escogió uno incrustado a fuego en el ADN de la Humanidad, y
así la Cruz, presente en todas las culturas, se alzó definitivamente en nombre
de Aquel que, no en vano, no vino a eliminar la diversidad cultural, sino a
consagrar la virtud de la pluralidad en la unicidad del Amor.
Todas las cruces de la Humanidad convergieron en la Cruz de nuestra
fe, la de la Redención universal sin
distinción de pueblos, idiomas ni fronteras, de modo que en Cristo crucificado
todo hombre y toda mujer pudieran reconocer lo que ya vislumbraban a través de
sus propios caminos espirituales, pues ésta es la grandeza del credo cristiano:
no solamente no entra en contradicción con las intuiciones primordiales de las
grandes tradiciones metafísicas, sino que cobra aún más brillo a la luz de
estas, en una simbiosis perfecta que debe resolverse siempre en una inmensa
acción de gracias, por la infinita riqueza con la que Dios ha hablado a su
mundo para comunicarle la riqueza aún más infinita de su amor.
Por eso, Cruz, te alabamos,
porque te sostienen las laderas ocultas y las manifiestas,
porque te alzas sobre selvas y desiertos,
porque te elevan manos de todo color, unánimes en el sudor de la Verdad,
y todo pueblo cabe bajo tu sombra,
y toda lengua es capaz de tu idioma,
y todo corazón tiene su carne abierta para tu arraigo,
Árbol universal,
Árbol de todos los hombres y todos los tiempos,
Árbol inagotable para el que los océanos disponen sus aguas
mientras los vientos anhelan el roce de sus alas,
Árbol perenne,
Árbol infinito,
Árbol que abraza en unidad
a la humanidad que se reconcilia bajo
su sombra,
oh, estandarte de Paz entre las naciones,
perpetuo manantial del universo.
2.5.- Árbol de la Belleza
Dinos, Cruz, ¿cómo de la consideración inicial de tu infamia hemos ido
desembocando poco a poco en salmos en tu alabanza? Así es, insisto, la sabiduría de nuestro
Dios: paradójica, contradictoria, inesperada, sorpresiva, dinámica, creativa y
loca, sí, lo repito, loca en la locura del Amor.
Porque ahora, Cruz, quiero considerarte como Árbol de Belleza: Árbol que ha
inspirado a los artistas, que ha desatado la lengua de los poetas.
Bella. Te canto bella y pequeña en los cuellos y en las pulseras.
Bella. Te canto bella y generosa en los campos, en las cumbres, en las
encrucijadas.
Bella. Te canto bella y silenciosa en la paz de las tumbas, las tumbas
sencillas, las tumbas que no tienen más adorno que el tuyo.
Bella. Te canto bella y erguida coronando los retablos en la penumbra de
las iglesias, en los claustros de los conventos, en el encanto diminuto de las
ermitas.
Bella. Bella porque nunca te impones, siempre te sugieres. Bella porque no
te casas con la espada, sino que la sustituyes y la oxidas.
Bella. Bella porque bellas son tus alas, en vuelo que nunca acaba.
Cruz, ampárame con tus brazos abiertos, elévame con tu impulso permanente
hacia las alturas y, a la vez, hazme amar y servir a esta Tierra nuestra en la
que te arraigas, porque si alto es tu vuelo, hondas son tus raíces aquí, en el
suelo que pisamos, suelo nuestro y suelo tuyo, suelo bendecido por tu madera.
Cruz, Madero bello, haz que en mis ojos se grabe tu silueta en esponsales
de gratitud. Haz que mis brazos reproduzcan tu gesto en mi relación con el
hermano y, así, tu belleza llegue a través de mi cuerpo a todos los que me
rodean.
Hazme cantarte, Señor de la Cruz, como lo hiciera Gloria Fuertes, poeta de
lo sencillo y de lo humilde, poeta de tu sencillez y humildad:
Cristo, creo en tu cruz
que nutre nuestra arteria.
Bebo debajo de tu trono de
espinas,
duermo en tu ala siempre viva,
y no hay por qué pedirte por los
hombres
porque todos los hombres están en
tu memoria,
en tu luz desbordante con que nos
amas sin méritos.
Sé que te desvives hasta morir,
de nuevo,
en cada instante,
por los que son ingratos con los
otros.
Cristo, cristal purísimo
que no se rompe nunca.
Cristo, creo en tu cruz
que nutre nuestra arteria.
3.- Estaba
al pie de la Cruz
Viernes de Dolores tras Viernes de
Dolores, resuenan en nuestra parroquia los versículos de Juan que tan bien
conocéis:
Junto
a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de
Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo
a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu
madre. Y desde aquella hora el discípulo
la acogió en su casa.
Estabas al pie de la Cruz. La última
consideración tenía que ser tuya, Señora. Tenía que contemplarte firme y
doliente al pie del Árbol de la Vida, pues fue desde él y por él que nos fuiste
dada como Madre.
Madre crucificada en su corazón, rezamos en
las letanías de la Corona Dolorosa. Madre traspasada por la espada, Virgen de
los Dolores, Madre del Mayor Dolor, María Santísima de Lágrimas y Favores.
Quiero contemplar con vosotros la Cruz
incrustada en el pecho de María. Quiero
contemplar con vosotros la Cruz reflejada en la pureza cristalina de sus
pupilas lacrimosas.
Edith Stein, el Viernes Santo de 1938,
le escribía así:
He
estado hoy junto a ti al pie de la cruz y he sentido más claramente que nunca
que fuiste hecha Madre nuestra junto a ella. ¡Cómo se afana el amor de una
madre terrena para llevar a cabo la última voluntad de su hijo! Tú eres la
esclava del Señor. El Ser y la Vida del Ungido de Dios delatan ─porque es tuyo─
tu ser y tu vida.
Eres, Señora, espejo del Amor que se
derrama desde el Madero, ese Amor que se nutrió de tus entrañas, que de ti
asumió su humanidad.
Sí: la humanidad de Dios se hizo
posible, Señora, por tu carne y por tu sangre, y en la hora de la Cruz, tu
carne y tu sangre sufrieron con Él los dolores de parto de la Redención.
Tu alma comulgó con la Redención de
Cristo en el Calvario. Y yo, contemplándote allí, junto a la Cruz, alabo tu
coraje y tu valentía, tu valor de mirar cara a cara al dolor.
Reina del Dolor te paseamos por nuestras calles. Reina de la Cruz, te
proclamo hoy, porque fue a Ti a quien con predilección cobijó su sombra.
Y contemplando esa hora de la Cruz, contemplándote a Ti junto a las Santas
Mujeres, me pregunto en voz alta cómo es posible que todavía nos cuestionemos
la plena equiparación en la vida de la Iglesia y de nuestras cofradías entre el
hombre y la mujer, si fue la mujer la que en el Calvario enarboló la bandera de
la lealtad al Señor hasta las últimas consecuencias, si fueron mujeres las que
acompañaron al Maestro en la hora decisiva.
Pero también tuya es la hora del gozo. Tus lágrimas lavan y purifican la
infamia de la Cruz para dejarla así preparada para su conversión en Trono de la
Vida.
Es lavados por tus lágrimas que
entramos en la Noche Santa de la Pascua. Es lavados por tus lágrimas que el
aleluya de la Cruz brota de nuestras gargantas, para proclamar su victoria y,
asociada a ella, la Tuya, Santa María de la Victoria.
Estabas al pie de la Cruz. Tuya es su
gloria.
4.- Final.
Whether I flie with angels, fall
with dust,
Thy hands made both, and I am there:
Thy power and love, my love and trust
Make one place ev´rywhere.
Ya
vuele con el Ángel, ya caiga en el polvo,
Los
dos los hiciste con tu mano. Aquí estoy.
Tu
amor y tu poder, mi fe y mi amor
Se
habrán de hacer lugar en todas partes.
Había
una vez un aprendiz de poeta que leía estos versos sentado en un poyete de
calle San Juan, a la hora en que la madrugada comienza a rozar con sus dedos
oscuros la inminencia del alba, a la hora en que las estrellas titilan de frío
y sobrecogimiento ante la inminencia del día santo en el que por la pérdida
fuimos ganados.
Había
una vez un aprendiz de poeta que se enamoró de un cortejo en el que se invocaba
al Varón de Dolores, mientras erguidos capirotes verdes comenzaban a surcar la
ciudad como heraldos del Amor Herido.
Había
una vez un aprendiz de poeta que quiso grabar a fuego en su corazón aquel
cortejo, aquellos pasos lentos sobre las baldosas asombradas, aquella oración
permanente que surcaba sus oídos hecha herida y hecha gozo.
Erais
vosotros, los mismos por los que hoy he estado aquí. Erais vosotros, centellas
esmeraldas sobre túnica negra.
Erais
vosotros, los mismos a los que he intentado servir hoy a cambio de tanto amor
recibido Madrugada de Viernes Santo tras Madrugada de Viernes Santo, y a
quienes quiero dedicar mis últimas palabras, hermanos fusionados de la Santa
Vera+Cruz y Sangre de Nuestro Señor.
Porque
sois la balanza en la que se equilibran todos los excesos y todas las carencias
de nuestra Semana Santa. Porque sois vencejos que dejan que el relente erice su
nuca en vuelo hacia el Calvario, ya que la carne del hombre debe aprender la
lección del frío, no os olvidéis nunca de este pobre hermano vuestro, de este
pobre pecador enamorado que nunca hará
otra cosa que alabaros con sus labios.
La
Cruz venció, hermanos. Quiera Dios que mis palabras os hayan servido para hechizaros siquiera un poco con su
belleza.
Y
quiera Dios, hermanos, que al crepúsculo de la vida, cuando se nos examine del
Amor, su sombra esté allí para
cobijarnos.
Que
así sea.
Muchas
gracias.