EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
Por Pedro Fernando Merino
2 de mayo de 1.992
Azotado y calumniado, escupido y escarnecido, abofeteado y burlado, coronado de espinas y ultrajado, juzgado por el procurador romano, por el monarca judío, por los sacerdotes sanedritas y por la masa popular, entonces, sólo entonces, tomaron, pues, a Jesús que, llevando su cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota, donde le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en medio. Y escribió Pilato un título y lo puso sobre la cruz; estaba escrito:”Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Y muchos de los judíos leyeron este título, porque estaba cerca de a ciudad el sitio donde fue crucificado Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Y dijeron, pues, a Pilato los príncipes de los sacerdotes de los judíos: ”No escribas ‘Rey de los Judíos”, sino que Él ha dicho: “Soy el Rey de los judíos”; pero Pilato respondió: “Lo escrito, escrito está”.
Jesucristo, es curioso y esclarecedor,
Señor Hermano Mayor,
Señor Presidente de la Agrupación de Cofradías.
Miembros de la Junta de Gobierno de estas Reales Cofradías Fusionadas,
Señores Hermanos Mayores de las corporaciones aquí representadas,
Cofrades y hermanos todos
Jesucristo, es paradójico pero ilustrativo, Jesucristo, decía, reina desde la cruz. Y es el propio procurador romano que decreta su muerte en la cruz el primero en reconocerlo y así hacerlo saber a cuantos contemplen la ejecución del reo, pues Pilato, según la narración del Evangelista San Juan, se negó a rectificar el texto de la leyenda que ordenara colocar en el extremo más visible de la cruz.
Cristo reina desde la cruz, con corona de espinas, sí; agonizante, ciertamente; ofendido y humillado, es verdad, pero inocente y obediente a la voluntad del Padre de suerte que incluso aquél que debía de testimoniar el fin de su extraño reinado, el centurión que mandaba el pelotón de ejecución, acabaría reconociendo que aquel Hombre era el Hijo de Dios y, por ende, el Rey de la Creación.
Pilato, quién sabe, quizás lo intuyera al lavarse las manos o quizás deseara molestar a los sanedritas bajo cuya presión mandó crucificar al inocente Jesús, pero lo cierto, sea cual fuere la razón auténtica, es que el romano ordenó plasmar aquel reinado en tres lenguas distintas para que todo el mundo lo entendiese: en la lengua vernácula de la región, el arameo; en el idioma del imperio romano, latín; y en griego, por entonces la lengua más extendida entre los extranjeros, o sea entre los gentiles.
Pilato, cónsul de la Judea, probablemente no lo sabía ni lo supo nunca, pero al ordenar la colocación de aquel letrero y no vacilar en el mensaje de su texto, se convirtió en el notario oficial e imperial del Reinado de Cristo sobre la tierra. Un Reinado cuyo trono se encuentra en la cruz y una cruz, desde entonces y para la eternidad, convertida en símbolo de fe, de esperanza y de salvación.
Y una cruz a la cual no sé yo si seré capaz de glosar con acierto pese a esa ristra de cualidades que, tan cariñosa como infundadamente, me ha atribuido mi querido presentador.
Fue el propio Jesucristo, según el mismo San Juan Evangelista, quien anunció a sus discípulos que “Cuando yo sea levantado en la tierra todo lo atraeré a mí”. ¿Y os parece pequeño cumplimiento de tales palabras que haya sido la figura de Cristo la que haya dividido los tiempos de la Historia?...¿Acaso es simple el hecho de que aquél que otrora fuera considerado signo terrible de muerte y de ignominia, la cruz, se haya transformado en símbolo de salvación al que todos los pueblos del planeta respetan cuando no le rinden pleitesía?...
Cristo, que más tarde habría de resucitar culminado así el cielo de la Redención, alcanzó su reinado en la cruz. Sin cruz, no habría tenido lugar la Resurrección y sin ésta, la salvación de los hombres no hubiera alcanzado su plenitud.
Es por tanto, sí, la cruz símbolo de salvación, pero de una salvación que no llega, he aquí el ejemplo de Jesús, sino a través de la negación de uno mismo, del sacrificio y de la entrega que implican la renuncia al propio interés, la aceptación de la voluntad del Padre y de la fe revestida de esperanza mediante la práctica verdadera de la caridad y de una caridad desnuda y cierta, sin falsos sentimentalismos lacrimógenos ni concesiones a la doble moral: “en el templo, piadoso hombre; en la calle ciudadano que voy a lo mío y sólo a lo mío”.
La cruz, sí, se ha transformado a los ojos del género humano. De emblema del tormento y del deshonor ha pasado a representar signo de fe y de redención. Y desde este significado la cruz preside nuestras calles, plazas, caminos, templos, palacios y hogares tanto como en el devenir de los siglos lo hizo con la política, los ejércitos, las guerras, los linajes, las herencias y las horas que marcaban campanas eclesiales.
La cruz habita por doquier todavía hoy. La cruz preside plazas y señala encrucijadas, remata fachadas de templos, espadañas de conventos y techumbres de edificios civiles. Conquista cumbres montañosas, modela veletas, agrupa en derredor jardines, se dibuja en paredes de dormitorios, corona altares, pende de collares femeninos, se cuelga de pendientes hippis y, finalmente, en definitiva, emerge sobre los sepulcros y las tumbas.
La cruz es impresa, filmada, fotografiada, dibujada, serigrafiada, pintada y recreada de cuantas formas gráficas imaginarse pueda. La cruz es objeto instrumental que ha sido instrumentalizado: motivo de conquistas y prédicas y excusa para humillaciones, puño de espada y heráldica de adargas y escudos; la cruz, mil formas diferentes diversificadas por el genio del hombre, es aspada, dentada, lobulada, potenzada, tremolada, ancorada, cruzada, invertida…latina, griega, egipcia, gamada…papal, patriarcal, basilical…y es de oro, de brillantes, de plata, de marfil, de cobre, de hierro, de plástico, de metacrilato, de azabache, de mármol, de cáñamo, de seda, de lino, de terciopelo, de esparto, de pétalos, de tallos…dw madera.
La cruz, es cierto, está presente siempre aunque para nosotros resulte casi imperceptible; pese a que nos pase inadvertida a fuerza de la costumbre, la cruz, stipes y patibulum que se cortan, ha concluido en ser el genuino eje cartesiano de la existencia, un eje que nació de la muerte y la vergüenza para desembocar en el perdón y la vida.
La vida….
Y, sin embargo, entre tanto oropel y tal cantidad, entre tanto despilfarro de brazos y maderos, de metales y piedras, de formas y emblemas, ¿Preside la cruz nuestra vida? ¿Cuelga acaso tan solo de una medalla? ¿Se asoma únicamente a nuestra solapa en tardes de Cuaresma, de Pasión, de Semana Santa?...
Hay muchas cruces en Málaga. Está la cruz olvidada del Patio de los Naranjos y la cruz de forja que junto a ella, delante de la girola de la Catedral, perdió hace años su remate más alto. Existe la Cruz del Humilladero y aquella, también de hierro viejo, que se asoma a la Plaza de la Victoria y su vecina de enfrente que abre la puerta de la parroquia de San Lázaro mientras inaugura al tiempo el Vía Crucis malacitano que se corona con otra cruz que, a su vez, antecede a la capilla del Monte Calvario en cuyo interior otra cruz, más noble, custodia un fragmento de la auténtica Veracruz. Y está la cruz de cerrajería que a los pies de la Alcazaba narra tiempos de recristianización y la que, en la calleja de Los Mártires, oculta tras de sí los dolores que recogen los Hermanos de San Juan de Dios. Y pervive aquella otra que a orillas de las playas de San Andrés cuenta hasta qué punto es real el peligro de la libertad. Como igualmente todavía permanecen tres cruces escondidas en la calle de Los Cristos indicando el lugar en el que aún hoy puede beberse el agua de la primera canalización que el Obispo Molina Lario ofreciera a Málaga.
Sí, decididamente, hay muchas cruces en las calles de Málaga, pero en ningún lugar tantas como en las amplias explanadas de San Miguel, San Rafael y San Gabriel. Miles de cruces cuyos pies se hunden en la muerte. Centenares de miles, millones de cruces que testimonian memorias de hombres y mujeres que murieron en la esperanza de que esas cruces que sobre sus restos se alzan sean escaleras hacia una nueva vida…
La vida….
Entre tantísimas cruces, debajo de sus sombras misteriosas y calladas en su desnudez, al lado de ellas, detrás de ellas, junto a sus brazos abiertos y su largura desplegada, ¿preside la cruz nuestra vida?...¿Quizás sólo reparamos en los peldaños de su altura cuando llegan las postrimerías? ¿Resbala acaso a nuestras manos la sangre caliente de Cristo que chorrea por su tronco abrupto?....
Yo creo que hay una cruz para cada hombre como hay una fosa para cada vida.
Y puede que esa cruz, si uno se confiesa cristiano, sea la misma que, al final, se alce sobre la tumba o se dibuje en la pared del nicho.
Y cada cruz está hecha a medida. En perfecta armonía estética con las dimensiones de la última morada tanto como de la existencia cuya memoria alberga. Unas más ricas, otras más humildes, pero todas las cruces a medida, en definitiva, en su dimensión más profunda. En esa cuarta dimensión que ni se ve ni se palpa n i se mida pero a la que uno siente viva y presente cuando Dios decide apretar y cargar sobre el hombre de cada persona el peso de esa cruz a su medida.
Es verdad, sí. Hay muchas cruces en esta Málaga nuestra. En sus calles, en sus plazas, en sus hogares y en sus cementerios. Hay cruces a millones, a espuertas, de todas marcas y colores, de todos los tamaños y formas, hay cruces para dar y para regalar, para esconder y para evitar, para olvidar y para rezar, para temer y para presumir, para mostrar y para llorar.
Hay una multitud increíble de cruces, un sinfín de maderos y troncos, de forjados y esmaltes, de espejos y cuerdas, infinitud de cruces, pero como la cruz que forman el cauce seco del Río con el Puente de la Aurora, ninguna. Como esa cruz de la Historia que divide a la ciudad en rica y pobre, en comercial y suburbial, en residencial y dormitorio, ninguna. Porque es esta una cruz que hunde sus pies en la inmensidad del mar de nuestros pecados y se prolonga, curso arriba, escalando los montes, para buscar el aire de las alturas y respirar la fragancia limpia de la cercanía del Creador. Una cruz cuyo patíbulo se adentra a un lado, barrios de la Trinidad y del Perchel, en los umbrales de la pobreza, del olvido y del abandono para hallar la marginación, la drogadicción, la infravida, mientras en el extremo opuesto, calle de la Compañía adentro, el comercio y las mercaderías abren paso a una Málaga histórica, extrema en el Este, de apellidos de altos mimbres y desahogos dinerarios.
Extraña cruceta ésta trazada sobre un puente llamado de la Aurora, sabedor de que una alborada cualquiera, amanecerá un nuevo Sol. Acaso sea ése el Sol que vista a una Mujer coronada de doce estrellas, la Mujer del Apocalipsis, la Mujer liberadora de oprimidos que canta el “Magnificat”, a la cual aguardan en la tribuna de la paciencia, la “tribuna de los pobres”, todos los desheredados de la tierra cada primavera cuando la Luna del Parasceve brilla sobre todos y para todos.
Ninguna cruz en Málaga como ésta del río seco y su puente viejo. Ninguna cruz que haya representado tanto en las vidas de los hijos de esta ciudad.
Las vidas. La vida…
¿Pero preside la cruz nuestra vida? ¿Cruzamos sólo sobre los brazos de esa cruz? ¿A cuál de los dos palos pertenecemos más? ¿Acaso al erial maloliente del lecho seco? ¿Quizás al puente que promete la Aurora? ¿Deambulamos únicamente, ya cada día cotidiano, ya bajo la Luna del Parasceve, vestidos de nazarenos, sobre su cuerpo de cruz sin reparar en que es cruz siquiera?...
Los cofrades, empero, quienes nos llamamos hermanos en un mismo instituto por causa de una cruz a la cual seguimos llegada la Semana Santa, sí conocemos la naturaleza y la dimensión profunda de esa cruz.
Los cofrades sabemos que la cruz fue signo de muerte y desdoro para transformarse en árbol de salvación y símbolo de gloria. Los cofrades conocemos todo eso y mucho más y por eso queremos transmitirlo al resto de la ciudadanía sacando cruces a las calles, más cruces en las calles cada Semana Mayor. Desde la cruz de guía que abre nuestros cortejos y que debe marcar la senda de nuestras andanzas todos los días, hasta la cruz parroquial que cierra la comitiva indicando procedencia a la par que respeto.
Cruces de la Semana Santa. Cruces ennoblecidas abriendo el trazo nazareno de la procesión, en las medallas que cuelgan sobre nuestros pechos, en los escapularios que narran títulos añejos, en los remates de bastones y de insignias, en pinturas de estandartes y cartelas y capillas de tronos. Cruces toscas en los hombros de los penitentes, muestras de la piedad de una promesa o de un débito o de una simple esperanza. Cruces que preceden a la gran cruz que carga el Señor o de la que pende su cuerpo yerto. Cruces todas, en suma, que abren con surcos de dolor y de muerte el camino vivificador de la cosecha de la resurrección. Cruces en la calle, por la calle y para la calle, cruces de Semana Santa, pensadas, creadas, cortadas, clavadas, desvastadas, pintadas, guarnecidas, barnizadas, festoneadas, embellecidas, recreadas, idealizadas, soñadas y hechas realidad única de multiforme apariencia, para la calle.
Una calle que, a fuer de ver pasar cruces y de hurgar en el corazón de quienes las portan, acabará por hacerse cruz aunque no comprenda ni quiera comprender el mensaje de esa alineación perfecta del stipes y el patibulum; aunque haya olvidado el sentido de ese eje de maderos y las palabras de aquella leyenda que coronaba su cruceta. La calle se hace cruz, cruz de ignorancia, de amargura y de impotencia cofrade, hora es de decirlo, ante el fracaso repetido de nuestra presencia, insuficiente para comunicar en toda su plenitud el sobrecogedor mensaje de la redención. La calle, sí, se hace cruz: cruz subconsciente a la que por la fuerza ha de extrañar un cuerpo de tronco pensado para el sacrificio, cruz que inexorablemente ha de chocar de manera radical con una calle, con un mundo, que del esfuerzo y del trabajo honrado ha hecho anatemas para contraponerlos a ídolos tan fatales como el dinero, el poder y el simple placer por el placer. Cruz existente e ignota en una sociedad esclava del lujo, del consumo desenfrenado, de la soberbia y de la prisa. Cruz apartada de la vista por sana en su desnudez y en su verdad molesta para unos hombres volcados en la chanza y en la risa hipócrita y maledicente que carece de auténtica alegría.
La calle se hace cruz, cruz incomprendida e inaprensible, cruz cuya medida y esencia no acabamos nosotros de explicar bien a quienes nos miran; cruz de la ilusión cofrade frustrada en la madrugada ante una humanidad del orbe ajena al drama del Gólgota y al Hombre-Dios que desde lo alto del madero reina. Cruz terrible la nuestra; cruz perenne, mas no inútil; cruz pesada, pero no imposible de cargar; cruz dura y seca, mas no estéril; cruz larga y ancha y gruesa, la nuestra, pero, también es hora de decirlo, dulce: dulcísima en su tacto y en su existencia porque de ella pende y en ella habita Jesús Nazareno.
Un Jesús Nazareno al que el cofrade descubre por completo cuando se fija en los ojos suplicantes y lacerados de ese Cristo azotado y atado a una columna que forman cruz, sí, con los borbotones ensangrentados que surca su frente rasgada y ofendida. Un Jesús cuyas manos, prisioneras del esparto hecho soga, forman también una cruz de miedos y quebrantos. Los quebrantos que supone cargar con un madero y llevarlo, a rastras, hasta la cumbre de un monte y el cénit de la Historia para convertirlo allí, mediante la muerte suprema, en el árbol de la vida.
Y ello pese a que, previamente, en el camino crudo de guijarros e hieles, Jesús haya encontrado a las Santas Mujeres para en su Salutación consolarlas en su llanto ofreciéndoles la Esperanza en su Gran Amor. Sólo de esa esperanza que corona en ráfaga de luz los ángulos de la cruz podía brotar el Perdón. Un Perdón ganado a fuerza de esfuerzo y sacrificio, zancada a zancada, en el tránsito de una morada Pasión que acabará por desembocar en una Agonía que no es más leve ni menos cruel porque las puertas del Cielo, templo verdadero de Dios, se abran para acoger las caídas de un Jesús que tropieza en sus Pasos en el Monte Calvario. Que las Penas de Cristo eran tan enormes, tan graves y tan profundas que hubo que elevarlas en Exaltación para que el orbe todo las contemplara pese a la ceguera de aquellos que burlas de las Ánimas. Difícil, más factible sólo para un Jesús Nazareno Rico en paciencia, abrir los ojos de quienes no quieren ver y liberar de las cadenas pecaminosas la virtud de los hombres aún a costa de pagar el alto precio de su Sangre; Sangre derramada hasta la Expiración eterna por repetida en la consumación eucarística del vino que colma el cáliz salvífico por la mano de ese Jesús Nazareno vendimiador de corazones, el Cual no perdió la memoria de los pecadores pese a que éstos mutilaran su cuerpo sumiéndolo en el olvido y deseando borrar toda huella de su presencia. Hace falta poseer Misericordia inmensa para asumir tanto dolor y saber morir por caridad en ejemplar Buena Muerte y saber morir, Milagro de Dios, bendiciendo antes, en medio de la cruz que forman las cuatro calles de una plaza, a los autores del crimen, que no por cofrades ni arrobados ante la majestad del Dulce Nombre de su Paso somos los malagueños menos culpables del drama padecido por el Salvador.
Ni Descendido de la cruz, tuvo reposo Jesús, porque tres días le quedaban a Dios para consumar del todo nuestra Redención ganada con cinco llagas que abrió el Amor para logar el Perdón de una Nueva Málaga y un nuevo hombre que nacería, por fin, de la Resurrección. Una Resurrección protagonizada por un Jesús que, no lo olvidemos, erguido sobre su sepulcro, todavía abraza sobre la quilla maltrecha de su pecho revivido una cruz: la cruz de nuestros pecados, la cruz de la redención; la misma cruz que cobijara bajo su sombra inerme los Dolores, el Mayor Dolor, la Soledad envuelta en amargura quebrantada de una Madre, María, que derrama sobre nosotros tantos Favores como Lágrimas le arrancara aquella cruz un día, el día más triste de su vida.
La vida…
La cruz y su sombra de gris ceniza, como un presagio siempre presente, centraba la vida de María. María asumió mientras veía crecer su tronco en los bosques de Judea, y mientras un Jesús, niño todavía, correteaba juguetón entre las zarzas y las flores intentando averiguar, sin querer, cuál de aquellos árboles se tornaría en su trono y cuál de aquellas zarzas coronaría su frente.
Y es que la vida, la de Jesús y la del árbol de su cruz también, la vida nace, crece y muere. Y la vida, sí, la vida que nos vino dada del Padre, esta vida nuestra, ¿ha encontrado ya el arbusto de su cruz? ¿Acaso la busca? ¿Quizás lo evita? ¿Quizás lo ignora?...
Hay una cruz verdadera para cada hombre, una cruz más verdadera aún en su profundidad y largueza de destino que ésa que vosotros, cofrades fusionados, procesionáis en la tarde del Miércoles Santo como el relicario de vuestra fe y el arca de la nueva alianza.
Hay una cruz, oculta a los ojos ajenos, que nos espera a cada uno; una cruz tan de verdad como esa verde y negra, Veracruz por los siglos de los siglos, que recoge los brazos de un Cristo antiguo y rescatado del olvido.
Hay una cruz para cada uno, sí, una cruz que esconde el Reino de la Paz en su vértice pese a la sequedad y dureza de sus brazos. Una cruz que no se adorna en patio alguno con fiestas ni mantones, que no goza de trono ni otros hombres que lo porten más que uno mismo; una cruz real, auténtica y genuina para cada cual, a medida, sin trampa ni demora ni excusa alguna. Una cruz de cuyos clavos pende nuestra propia salvación y una cruz que no admite componendas ni enjuagues ni aligeramientos de peso; una cruz que, al fin y a la postre, nos aguarda, tiempo al tiempo, para coronar, como quedó dicho, nuestra última morada.
De la búsqueda y el encuentro que con su cruz tenga o quiera dejar de tener cada uno en su intimidad depende cuál y cómo sea aquella última morada en su desenlace.
Cristo, Dios mismo hecho hombre, nos espera en el Calvario porque como narraba San Juan “con Él fueron crucificados otros dos; uno a cada lado y Jesús en medio”.
Cristo, que subió al Gólgota cargando con su cruz para morir en ella y redimirnos del pecado, nos espera al fin de los tiempos, al final del tiempo de cada uno, en esa cima del Calvario. De qué lado sea clavada nuestra cruz únicamente depende de la opción que cada cual elija al cargar con ella por los montes de la vida.
Dos sendas hay: la ancha, llana y fácil que conduce al olvido y la estrecha, plena de guijarros sembrados por el desamor y la incomprensión, que desemboca en la misericordia de Dios.
Nadie puede evitar elegir uno de esos dos caminos como nadie logrará tampoco nunca eludir su particular cruz. Una cruz que acabará clavada en el Calvario, un cruz semejante a la Veracruz de Cristo de la cual podemos tirar, como viles sayones, para levantar en ella a Jesús o cuyo larguero podemos tomar, como renovados cirineos, para que su peso no derrumbe al Salvador en una cuarta caída.
En el Calvario, demos tiempo al tiempo, es el propio Cristo quien nos aguarda. Con Él podemos expirar a su derecha o a su izquierda. De la una se halla el perdón y la conmiseración de un Dios Padre reconocedor de sus hijos; de la otra, el olvido de un Dios justo que ha de calibrar a cada cual con la misma vara con la que midió éste a sus hermanos.
Cuáles sean el tamaño, la dureza o la flexibilidad de esa vara que ha de medirnos y a qué lado decline la mirada del Salvador sobre nosotros al fin de los siglos sólo depende de que hoy, en este instante de nuestra vida, ahora mismo y en el futuro, nazarenos, amigos y hermanos todos, cada uno seamos capaces de buscar, encontrar y reconocer la Veracruz de Cristo. Esa cruz remedada en nuestras calles; esa cruz de mil formas y materiales realizada; esa cruz que inunda nuestras cofradías y sus procesiones; esa cruz que tornó de patíbulo en palma de gloria; esa cruz cuya huella hemos de encontrar en suma.
Que cada cual mire en sus hombros si el peso de la cruz le dejó marcas. Que cada cual hurgue en su corazón para averiguar si la cruz habita en él. Que cada uno sea consciente de su destino en libertad y en conocimiento porque la cruz sí, nos pesa y nos carga, pero sólo la cruz no nos miente ni nos confunde porque la cruz, esa cruz nuestra que talló el Creador para cada uno de nosotros, es el reflejo del trono desde el que Jesús Nazareno reina: la Veracruz de siempre, la Veracruz eterna, la Veracruz de Cristo Nuestro Señor.
Muchas gracias.
Por Pedro Fernando Merino
2 de mayo de 1.992
Azotado y calumniado, escupido y escarnecido, abofeteado y burlado, coronado de espinas y ultrajado, juzgado por el procurador romano, por el monarca judío, por los sacerdotes sanedritas y por la masa popular, entonces, sólo entonces, tomaron, pues, a Jesús que, llevando su cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota, donde le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en medio. Y escribió Pilato un título y lo puso sobre la cruz; estaba escrito:”Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Y muchos de los judíos leyeron este título, porque estaba cerca de a ciudad el sitio donde fue crucificado Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Y dijeron, pues, a Pilato los príncipes de los sacerdotes de los judíos: ”No escribas ‘Rey de los Judíos”, sino que Él ha dicho: “Soy el Rey de los judíos”; pero Pilato respondió: “Lo escrito, escrito está”.
Jesucristo, es curioso y esclarecedor,
Señor Hermano Mayor,
Señor Presidente de la Agrupación de Cofradías.
Miembros de la Junta de Gobierno de estas Reales Cofradías Fusionadas,
Señores Hermanos Mayores de las corporaciones aquí representadas,
Cofrades y hermanos todos
Jesucristo, es paradójico pero ilustrativo, Jesucristo, decía, reina desde la cruz. Y es el propio procurador romano que decreta su muerte en la cruz el primero en reconocerlo y así hacerlo saber a cuantos contemplen la ejecución del reo, pues Pilato, según la narración del Evangelista San Juan, se negó a rectificar el texto de la leyenda que ordenara colocar en el extremo más visible de la cruz.
Cristo reina desde la cruz, con corona de espinas, sí; agonizante, ciertamente; ofendido y humillado, es verdad, pero inocente y obediente a la voluntad del Padre de suerte que incluso aquél que debía de testimoniar el fin de su extraño reinado, el centurión que mandaba el pelotón de ejecución, acabaría reconociendo que aquel Hombre era el Hijo de Dios y, por ende, el Rey de la Creación.
Pilato, quién sabe, quizás lo intuyera al lavarse las manos o quizás deseara molestar a los sanedritas bajo cuya presión mandó crucificar al inocente Jesús, pero lo cierto, sea cual fuere la razón auténtica, es que el romano ordenó plasmar aquel reinado en tres lenguas distintas para que todo el mundo lo entendiese: en la lengua vernácula de la región, el arameo; en el idioma del imperio romano, latín; y en griego, por entonces la lengua más extendida entre los extranjeros, o sea entre los gentiles.
Pilato, cónsul de la Judea, probablemente no lo sabía ni lo supo nunca, pero al ordenar la colocación de aquel letrero y no vacilar en el mensaje de su texto, se convirtió en el notario oficial e imperial del Reinado de Cristo sobre la tierra. Un Reinado cuyo trono se encuentra en la cruz y una cruz, desde entonces y para la eternidad, convertida en símbolo de fe, de esperanza y de salvación.
Y una cruz a la cual no sé yo si seré capaz de glosar con acierto pese a esa ristra de cualidades que, tan cariñosa como infundadamente, me ha atribuido mi querido presentador.
Fue el propio Jesucristo, según el mismo San Juan Evangelista, quien anunció a sus discípulos que “Cuando yo sea levantado en la tierra todo lo atraeré a mí”. ¿Y os parece pequeño cumplimiento de tales palabras que haya sido la figura de Cristo la que haya dividido los tiempos de la Historia?...¿Acaso es simple el hecho de que aquél que otrora fuera considerado signo terrible de muerte y de ignominia, la cruz, se haya transformado en símbolo de salvación al que todos los pueblos del planeta respetan cuando no le rinden pleitesía?...
Cristo, que más tarde habría de resucitar culminado así el cielo de la Redención, alcanzó su reinado en la cruz. Sin cruz, no habría tenido lugar la Resurrección y sin ésta, la salvación de los hombres no hubiera alcanzado su plenitud.
Es por tanto, sí, la cruz símbolo de salvación, pero de una salvación que no llega, he aquí el ejemplo de Jesús, sino a través de la negación de uno mismo, del sacrificio y de la entrega que implican la renuncia al propio interés, la aceptación de la voluntad del Padre y de la fe revestida de esperanza mediante la práctica verdadera de la caridad y de una caridad desnuda y cierta, sin falsos sentimentalismos lacrimógenos ni concesiones a la doble moral: “en el templo, piadoso hombre; en la calle ciudadano que voy a lo mío y sólo a lo mío”.
La cruz, sí, se ha transformado a los ojos del género humano. De emblema del tormento y del deshonor ha pasado a representar signo de fe y de redención. Y desde este significado la cruz preside nuestras calles, plazas, caminos, templos, palacios y hogares tanto como en el devenir de los siglos lo hizo con la política, los ejércitos, las guerras, los linajes, las herencias y las horas que marcaban campanas eclesiales.
La cruz habita por doquier todavía hoy. La cruz preside plazas y señala encrucijadas, remata fachadas de templos, espadañas de conventos y techumbres de edificios civiles. Conquista cumbres montañosas, modela veletas, agrupa en derredor jardines, se dibuja en paredes de dormitorios, corona altares, pende de collares femeninos, se cuelga de pendientes hippis y, finalmente, en definitiva, emerge sobre los sepulcros y las tumbas.
La cruz es impresa, filmada, fotografiada, dibujada, serigrafiada, pintada y recreada de cuantas formas gráficas imaginarse pueda. La cruz es objeto instrumental que ha sido instrumentalizado: motivo de conquistas y prédicas y excusa para humillaciones, puño de espada y heráldica de adargas y escudos; la cruz, mil formas diferentes diversificadas por el genio del hombre, es aspada, dentada, lobulada, potenzada, tremolada, ancorada, cruzada, invertida…latina, griega, egipcia, gamada…papal, patriarcal, basilical…y es de oro, de brillantes, de plata, de marfil, de cobre, de hierro, de plástico, de metacrilato, de azabache, de mármol, de cáñamo, de seda, de lino, de terciopelo, de esparto, de pétalos, de tallos…dw madera.
La cruz, es cierto, está presente siempre aunque para nosotros resulte casi imperceptible; pese a que nos pase inadvertida a fuerza de la costumbre, la cruz, stipes y patibulum que se cortan, ha concluido en ser el genuino eje cartesiano de la existencia, un eje que nació de la muerte y la vergüenza para desembocar en el perdón y la vida.
La vida….
Y, sin embargo, entre tanto oropel y tal cantidad, entre tanto despilfarro de brazos y maderos, de metales y piedras, de formas y emblemas, ¿Preside la cruz nuestra vida? ¿Cuelga acaso tan solo de una medalla? ¿Se asoma únicamente a nuestra solapa en tardes de Cuaresma, de Pasión, de Semana Santa?...
Hay muchas cruces en Málaga. Está la cruz olvidada del Patio de los Naranjos y la cruz de forja que junto a ella, delante de la girola de la Catedral, perdió hace años su remate más alto. Existe la Cruz del Humilladero y aquella, también de hierro viejo, que se asoma a la Plaza de la Victoria y su vecina de enfrente que abre la puerta de la parroquia de San Lázaro mientras inaugura al tiempo el Vía Crucis malacitano que se corona con otra cruz que, a su vez, antecede a la capilla del Monte Calvario en cuyo interior otra cruz, más noble, custodia un fragmento de la auténtica Veracruz. Y está la cruz de cerrajería que a los pies de la Alcazaba narra tiempos de recristianización y la que, en la calleja de Los Mártires, oculta tras de sí los dolores que recogen los Hermanos de San Juan de Dios. Y pervive aquella otra que a orillas de las playas de San Andrés cuenta hasta qué punto es real el peligro de la libertad. Como igualmente todavía permanecen tres cruces escondidas en la calle de Los Cristos indicando el lugar en el que aún hoy puede beberse el agua de la primera canalización que el Obispo Molina Lario ofreciera a Málaga.
Sí, decididamente, hay muchas cruces en las calles de Málaga, pero en ningún lugar tantas como en las amplias explanadas de San Miguel, San Rafael y San Gabriel. Miles de cruces cuyos pies se hunden en la muerte. Centenares de miles, millones de cruces que testimonian memorias de hombres y mujeres que murieron en la esperanza de que esas cruces que sobre sus restos se alzan sean escaleras hacia una nueva vida…
La vida….
Entre tantísimas cruces, debajo de sus sombras misteriosas y calladas en su desnudez, al lado de ellas, detrás de ellas, junto a sus brazos abiertos y su largura desplegada, ¿preside la cruz nuestra vida?...¿Quizás sólo reparamos en los peldaños de su altura cuando llegan las postrimerías? ¿Resbala acaso a nuestras manos la sangre caliente de Cristo que chorrea por su tronco abrupto?....
Yo creo que hay una cruz para cada hombre como hay una fosa para cada vida.
Y puede que esa cruz, si uno se confiesa cristiano, sea la misma que, al final, se alce sobre la tumba o se dibuje en la pared del nicho.
Y cada cruz está hecha a medida. En perfecta armonía estética con las dimensiones de la última morada tanto como de la existencia cuya memoria alberga. Unas más ricas, otras más humildes, pero todas las cruces a medida, en definitiva, en su dimensión más profunda. En esa cuarta dimensión que ni se ve ni se palpa n i se mida pero a la que uno siente viva y presente cuando Dios decide apretar y cargar sobre el hombre de cada persona el peso de esa cruz a su medida.
Es verdad, sí. Hay muchas cruces en esta Málaga nuestra. En sus calles, en sus plazas, en sus hogares y en sus cementerios. Hay cruces a millones, a espuertas, de todas marcas y colores, de todos los tamaños y formas, hay cruces para dar y para regalar, para esconder y para evitar, para olvidar y para rezar, para temer y para presumir, para mostrar y para llorar.
Hay una multitud increíble de cruces, un sinfín de maderos y troncos, de forjados y esmaltes, de espejos y cuerdas, infinitud de cruces, pero como la cruz que forman el cauce seco del Río con el Puente de la Aurora, ninguna. Como esa cruz de la Historia que divide a la ciudad en rica y pobre, en comercial y suburbial, en residencial y dormitorio, ninguna. Porque es esta una cruz que hunde sus pies en la inmensidad del mar de nuestros pecados y se prolonga, curso arriba, escalando los montes, para buscar el aire de las alturas y respirar la fragancia limpia de la cercanía del Creador. Una cruz cuyo patíbulo se adentra a un lado, barrios de la Trinidad y del Perchel, en los umbrales de la pobreza, del olvido y del abandono para hallar la marginación, la drogadicción, la infravida, mientras en el extremo opuesto, calle de la Compañía adentro, el comercio y las mercaderías abren paso a una Málaga histórica, extrema en el Este, de apellidos de altos mimbres y desahogos dinerarios.
Extraña cruceta ésta trazada sobre un puente llamado de la Aurora, sabedor de que una alborada cualquiera, amanecerá un nuevo Sol. Acaso sea ése el Sol que vista a una Mujer coronada de doce estrellas, la Mujer del Apocalipsis, la Mujer liberadora de oprimidos que canta el “Magnificat”, a la cual aguardan en la tribuna de la paciencia, la “tribuna de los pobres”, todos los desheredados de la tierra cada primavera cuando la Luna del Parasceve brilla sobre todos y para todos.
Ninguna cruz en Málaga como ésta del río seco y su puente viejo. Ninguna cruz que haya representado tanto en las vidas de los hijos de esta ciudad.
Las vidas. La vida…
¿Pero preside la cruz nuestra vida? ¿Cruzamos sólo sobre los brazos de esa cruz? ¿A cuál de los dos palos pertenecemos más? ¿Acaso al erial maloliente del lecho seco? ¿Quizás al puente que promete la Aurora? ¿Deambulamos únicamente, ya cada día cotidiano, ya bajo la Luna del Parasceve, vestidos de nazarenos, sobre su cuerpo de cruz sin reparar en que es cruz siquiera?...
Los cofrades, empero, quienes nos llamamos hermanos en un mismo instituto por causa de una cruz a la cual seguimos llegada la Semana Santa, sí conocemos la naturaleza y la dimensión profunda de esa cruz.
Los cofrades sabemos que la cruz fue signo de muerte y desdoro para transformarse en árbol de salvación y símbolo de gloria. Los cofrades conocemos todo eso y mucho más y por eso queremos transmitirlo al resto de la ciudadanía sacando cruces a las calles, más cruces en las calles cada Semana Mayor. Desde la cruz de guía que abre nuestros cortejos y que debe marcar la senda de nuestras andanzas todos los días, hasta la cruz parroquial que cierra la comitiva indicando procedencia a la par que respeto.
Cruces de la Semana Santa. Cruces ennoblecidas abriendo el trazo nazareno de la procesión, en las medallas que cuelgan sobre nuestros pechos, en los escapularios que narran títulos añejos, en los remates de bastones y de insignias, en pinturas de estandartes y cartelas y capillas de tronos. Cruces toscas en los hombros de los penitentes, muestras de la piedad de una promesa o de un débito o de una simple esperanza. Cruces que preceden a la gran cruz que carga el Señor o de la que pende su cuerpo yerto. Cruces todas, en suma, que abren con surcos de dolor y de muerte el camino vivificador de la cosecha de la resurrección. Cruces en la calle, por la calle y para la calle, cruces de Semana Santa, pensadas, creadas, cortadas, clavadas, desvastadas, pintadas, guarnecidas, barnizadas, festoneadas, embellecidas, recreadas, idealizadas, soñadas y hechas realidad única de multiforme apariencia, para la calle.
Una calle que, a fuer de ver pasar cruces y de hurgar en el corazón de quienes las portan, acabará por hacerse cruz aunque no comprenda ni quiera comprender el mensaje de esa alineación perfecta del stipes y el patibulum; aunque haya olvidado el sentido de ese eje de maderos y las palabras de aquella leyenda que coronaba su cruceta. La calle se hace cruz, cruz de ignorancia, de amargura y de impotencia cofrade, hora es de decirlo, ante el fracaso repetido de nuestra presencia, insuficiente para comunicar en toda su plenitud el sobrecogedor mensaje de la redención. La calle, sí, se hace cruz: cruz subconsciente a la que por la fuerza ha de extrañar un cuerpo de tronco pensado para el sacrificio, cruz que inexorablemente ha de chocar de manera radical con una calle, con un mundo, que del esfuerzo y del trabajo honrado ha hecho anatemas para contraponerlos a ídolos tan fatales como el dinero, el poder y el simple placer por el placer. Cruz existente e ignota en una sociedad esclava del lujo, del consumo desenfrenado, de la soberbia y de la prisa. Cruz apartada de la vista por sana en su desnudez y en su verdad molesta para unos hombres volcados en la chanza y en la risa hipócrita y maledicente que carece de auténtica alegría.
La calle se hace cruz, cruz incomprendida e inaprensible, cruz cuya medida y esencia no acabamos nosotros de explicar bien a quienes nos miran; cruz de la ilusión cofrade frustrada en la madrugada ante una humanidad del orbe ajena al drama del Gólgota y al Hombre-Dios que desde lo alto del madero reina. Cruz terrible la nuestra; cruz perenne, mas no inútil; cruz pesada, pero no imposible de cargar; cruz dura y seca, mas no estéril; cruz larga y ancha y gruesa, la nuestra, pero, también es hora de decirlo, dulce: dulcísima en su tacto y en su existencia porque de ella pende y en ella habita Jesús Nazareno.
Un Jesús Nazareno al que el cofrade descubre por completo cuando se fija en los ojos suplicantes y lacerados de ese Cristo azotado y atado a una columna que forman cruz, sí, con los borbotones ensangrentados que surca su frente rasgada y ofendida. Un Jesús cuyas manos, prisioneras del esparto hecho soga, forman también una cruz de miedos y quebrantos. Los quebrantos que supone cargar con un madero y llevarlo, a rastras, hasta la cumbre de un monte y el cénit de la Historia para convertirlo allí, mediante la muerte suprema, en el árbol de la vida.
Y ello pese a que, previamente, en el camino crudo de guijarros e hieles, Jesús haya encontrado a las Santas Mujeres para en su Salutación consolarlas en su llanto ofreciéndoles la Esperanza en su Gran Amor. Sólo de esa esperanza que corona en ráfaga de luz los ángulos de la cruz podía brotar el Perdón. Un Perdón ganado a fuerza de esfuerzo y sacrificio, zancada a zancada, en el tránsito de una morada Pasión que acabará por desembocar en una Agonía que no es más leve ni menos cruel porque las puertas del Cielo, templo verdadero de Dios, se abran para acoger las caídas de un Jesús que tropieza en sus Pasos en el Monte Calvario. Que las Penas de Cristo eran tan enormes, tan graves y tan profundas que hubo que elevarlas en Exaltación para que el orbe todo las contemplara pese a la ceguera de aquellos que burlas de las Ánimas. Difícil, más factible sólo para un Jesús Nazareno Rico en paciencia, abrir los ojos de quienes no quieren ver y liberar de las cadenas pecaminosas la virtud de los hombres aún a costa de pagar el alto precio de su Sangre; Sangre derramada hasta la Expiración eterna por repetida en la consumación eucarística del vino que colma el cáliz salvífico por la mano de ese Jesús Nazareno vendimiador de corazones, el Cual no perdió la memoria de los pecadores pese a que éstos mutilaran su cuerpo sumiéndolo en el olvido y deseando borrar toda huella de su presencia. Hace falta poseer Misericordia inmensa para asumir tanto dolor y saber morir por caridad en ejemplar Buena Muerte y saber morir, Milagro de Dios, bendiciendo antes, en medio de la cruz que forman las cuatro calles de una plaza, a los autores del crimen, que no por cofrades ni arrobados ante la majestad del Dulce Nombre de su Paso somos los malagueños menos culpables del drama padecido por el Salvador.
Ni Descendido de la cruz, tuvo reposo Jesús, porque tres días le quedaban a Dios para consumar del todo nuestra Redención ganada con cinco llagas que abrió el Amor para logar el Perdón de una Nueva Málaga y un nuevo hombre que nacería, por fin, de la Resurrección. Una Resurrección protagonizada por un Jesús que, no lo olvidemos, erguido sobre su sepulcro, todavía abraza sobre la quilla maltrecha de su pecho revivido una cruz: la cruz de nuestros pecados, la cruz de la redención; la misma cruz que cobijara bajo su sombra inerme los Dolores, el Mayor Dolor, la Soledad envuelta en amargura quebrantada de una Madre, María, que derrama sobre nosotros tantos Favores como Lágrimas le arrancara aquella cruz un día, el día más triste de su vida.
La vida…
La cruz y su sombra de gris ceniza, como un presagio siempre presente, centraba la vida de María. María asumió mientras veía crecer su tronco en los bosques de Judea, y mientras un Jesús, niño todavía, correteaba juguetón entre las zarzas y las flores intentando averiguar, sin querer, cuál de aquellos árboles se tornaría en su trono y cuál de aquellas zarzas coronaría su frente.
Y es que la vida, la de Jesús y la del árbol de su cruz también, la vida nace, crece y muere. Y la vida, sí, la vida que nos vino dada del Padre, esta vida nuestra, ¿ha encontrado ya el arbusto de su cruz? ¿Acaso la busca? ¿Quizás lo evita? ¿Quizás lo ignora?...
Hay una cruz verdadera para cada hombre, una cruz más verdadera aún en su profundidad y largueza de destino que ésa que vosotros, cofrades fusionados, procesionáis en la tarde del Miércoles Santo como el relicario de vuestra fe y el arca de la nueva alianza.
Hay una cruz, oculta a los ojos ajenos, que nos espera a cada uno; una cruz tan de verdad como esa verde y negra, Veracruz por los siglos de los siglos, que recoge los brazos de un Cristo antiguo y rescatado del olvido.
Hay una cruz para cada uno, sí, una cruz que esconde el Reino de la Paz en su vértice pese a la sequedad y dureza de sus brazos. Una cruz que no se adorna en patio alguno con fiestas ni mantones, que no goza de trono ni otros hombres que lo porten más que uno mismo; una cruz real, auténtica y genuina para cada cual, a medida, sin trampa ni demora ni excusa alguna. Una cruz de cuyos clavos pende nuestra propia salvación y una cruz que no admite componendas ni enjuagues ni aligeramientos de peso; una cruz que, al fin y a la postre, nos aguarda, tiempo al tiempo, para coronar, como quedó dicho, nuestra última morada.
De la búsqueda y el encuentro que con su cruz tenga o quiera dejar de tener cada uno en su intimidad depende cuál y cómo sea aquella última morada en su desenlace.
Cristo, Dios mismo hecho hombre, nos espera en el Calvario porque como narraba San Juan “con Él fueron crucificados otros dos; uno a cada lado y Jesús en medio”.
Cristo, que subió al Gólgota cargando con su cruz para morir en ella y redimirnos del pecado, nos espera al fin de los tiempos, al final del tiempo de cada uno, en esa cima del Calvario. De qué lado sea clavada nuestra cruz únicamente depende de la opción que cada cual elija al cargar con ella por los montes de la vida.
Dos sendas hay: la ancha, llana y fácil que conduce al olvido y la estrecha, plena de guijarros sembrados por el desamor y la incomprensión, que desemboca en la misericordia de Dios.
Nadie puede evitar elegir uno de esos dos caminos como nadie logrará tampoco nunca eludir su particular cruz. Una cruz que acabará clavada en el Calvario, un cruz semejante a la Veracruz de Cristo de la cual podemos tirar, como viles sayones, para levantar en ella a Jesús o cuyo larguero podemos tomar, como renovados cirineos, para que su peso no derrumbe al Salvador en una cuarta caída.
En el Calvario, demos tiempo al tiempo, es el propio Cristo quien nos aguarda. Con Él podemos expirar a su derecha o a su izquierda. De la una se halla el perdón y la conmiseración de un Dios Padre reconocedor de sus hijos; de la otra, el olvido de un Dios justo que ha de calibrar a cada cual con la misma vara con la que midió éste a sus hermanos.
Cuáles sean el tamaño, la dureza o la flexibilidad de esa vara que ha de medirnos y a qué lado decline la mirada del Salvador sobre nosotros al fin de los siglos sólo depende de que hoy, en este instante de nuestra vida, ahora mismo y en el futuro, nazarenos, amigos y hermanos todos, cada uno seamos capaces de buscar, encontrar y reconocer la Veracruz de Cristo. Esa cruz remedada en nuestras calles; esa cruz de mil formas y materiales realizada; esa cruz que inunda nuestras cofradías y sus procesiones; esa cruz que tornó de patíbulo en palma de gloria; esa cruz cuya huella hemos de encontrar en suma.
Que cada cual mire en sus hombros si el peso de la cruz le dejó marcas. Que cada cual hurgue en su corazón para averiguar si la cruz habita en él. Que cada uno sea consciente de su destino en libertad y en conocimiento porque la cruz sí, nos pesa y nos carga, pero sólo la cruz no nos miente ni nos confunde porque la cruz, esa cruz nuestra que talló el Creador para cada uno de nosotros, es el reflejo del trono desde el que Jesús Nazareno reina: la Veracruz de siempre, la Veracruz eterna, la Veracruz de Cristo Nuestro Señor.
Muchas gracias.
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