En el Via Crucis que rezamos en la madrugada,
nuestra oración reza así:
“¡Oh, Cruz fiel, tú eres entre todos los
árboles el más ilustre, ningún bosque ha producido otro semejante en la hoja,
en la flor o en el fruto.
Dulce leño, que con dulces clavos, sostienes
dulce peso.
Canta, oh lengua, la victoria del más glorioso
combate. Dí el ilustre triunfo que el Salvador del mundo alcanzó sobre la Cruz,
y cómo venció siendo crucificado.”
Así es como empieza: “Oh, Cruz fiel”. Ésta es
la clave, la fidelidad consiste en el ser de la persona. La Cruz es imagen del
hombre en muchos niveles, como nos recordaba Salvador Marín Hueso en las XXX
Consideraciones en torno a la Cruz que nos regaló el año pasado, y cito
textualmente: “La Cruz ha sido intuida como eje y asiento de la sabiduría
divina en infinidad de pueblos y culturas, antes y después de Jesucristo, que
han hecho de ella signo cenital de sus intuiciones metafísicas, desde la
complementariedad de los contrarios hasta la multiplicidad de los estados del
ser. La Cruz la forman el Meridiano 0 y
el Ecuador. La Cruz implica arraigo en la Tierra y vuelo hacia el Cielo. La
cruz supone impulso horizontal (el del hombre hacia el hombre) y vertical (el
del hombre hacia Dios). Culturas antiguas sin contacto entre sí compartían la
cruz, que jugaba un papel primordial, por ejemplo, en la sabiduría hindú,
egipcia, celta o precolombina. Y es que Dios se vale siempre, en su
comunicación con el hombre, de signos que a éste le sean reconocibles, y mediante la Cruz escogió uno
incrustado a fuego en el ADN de la Humanidad, […]”
Y escribía León Felipe:
“Que no haya un solo adorno
Que distraiga ese gesto:
Este equilibrio humano
De los dos mandamientos…”
La Cruz es imagen fiel de lo que el hombre es,
en lo más genuino de su existencia, que en el hombre Jesús adquiere su sentido
más radical.
Fidelidad significa autoelegirse.
Es decir, yo me encuentro necesariamente
circunscrito a la realidad objetiva del espacio y del tiempo: Yo soy aquí y yo
soy ahora, bajo el poder de la historia que me ha tocado, inmerso en un mundo
sometido a leyes que escapan a mi control, sometido al devenir, como dicen los
filósofos.
Pero este devenir, esta realidad
espacio-temporal no agota mi existencia, sino que el “Ser” se prolonga en el
“poder ser”. Nunca se vive puramente el presente, “se vive del pasado hacia el
futuro”.
La existencia, entonces, más que ser se torna
en posibilidad de ser; el hombre, aún necesariamente sometido a leyes y normas
empíricamente inquebrantables, puede, a partir de esa mismísima realidad
objetiva, levantar libremente un proyecto para realizarse en el futuro,
eligiendo autónomamente su propia existencia. La realidad no se capta de un
modo cerrado, sino que se vive como un conjunto de posibilidades.
La existencia humana, por tanto, no es cerrada
sino que es libertad, y es precisamente en el acto de elección propio de mi
libertad, donde yo me experimento a mí mismo con la máxima radicalidad. La
existencia se manifiesta en el puro acto de la libertad, en tanto que sólo
desde ésta adquiero el protagonismo de mi propia existencia: soy auténtico.
Como nos muestra Jaspers, la libertad es así,
necesariamente, la realidad más íntima al hombre, por cuanto no se deja
arrastrar, como las cosas o los animales, por el imperio de la necesidad, sino
que se convierte en protagonista activo de su propia existencia, aceptando y
ejerciendo su libertad.
La libertad supone elegir y la elección más
radical es elegirse a uno mismo.
Ser libre implica ser uno mismo, uno y el
mismo.
El Concilio de Calcedonia (451) desarrolla
dogmáticamente la unión de naturalezas en Jesucristo, y dice que: “se ha de
reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, hijo único en dos naturalezas, sin
confusión, sin cambio, sin división, sin separación; la diferencia de
naturalezas en ningún modo queda suprimida por la unión, sino que quedan a
salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo
sujeto y en una sola persona. No partido o dividido en dos personas sino que
uno solo y el mismo es hijo unigénito Dios, Verbo, Señor Jesucristo, (…)”
Vemos, entonces, que el Concilio manifiesta claramente
que en la Encarnación, Dios asume en Jesús lo más propio de la existencia
humana; Dios elige al hombre de un modo absoluto, sin reservas.
Si lo más propio de la existencia humana es
ser libertad y, por tanto, elegirse necesariamente, libertad se define como
fidelidad a sí mismo. Por eso Jesús puede proclamar
“Nadie
me quita la vida, yo soy quien la da libremente”
( Jn. 10, 18)
En
la fidelidad se manifiesta la persona misma en lo que tiene de más propiamente
persona: el yo elegido en el propio ejercicio de su libertad.
La
Cruz y Jesús colgado en ella es, por tanto, manifestación fundamental de la
libertad fiel que define la existencia auténtica del hombre.
Recorriendo
los Evangelios vamos constatando cómo Jesús no rehúye el enfrentamiento, cómo
su fidelidad al Padre y a sí mismo va poniendo en solfa el poder establecido y,
claro, “se mata al que estorba” decía Monseñor Óscar Romero. Precisamente la
lectura del Evangelio de hoy nos da pistas sobre dicho conflicto:
“Ellos
preguntaban asombrados:
-
¿De dónde saca éste su saber y sus milagros? ¿No es éste el hijo del
carpintero? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Jacob, José, Simón y
Judas? Sus hermanos ¿No viven entre nosotros? ¿De dónde saca todo esto? Y se
escandalizaban de Él“
(Mt.13, 54b-57a)
Poco a poco, a lo largo de su vida, va
entrando en conflicto con todos los grupos sociales de su época, incluso hasta
con sus mismos discípulos. El Evangelio según San Juan lo manifiesta claramente:
“Desde este momento, muchos de sus discípulos
se echaron atrás y ya no andaban con Él. Así que Jesús dijo a los doce:
- ¿También vosotros queréis marcharos?”
(Jn.6, 66-67)
Los
sinópticos nos proponen cinco episodios en los que vemos cómo el conflicto ha
llegado a su punto álgido, después de la entrada en Jerusalén:
El
primero es el fragmento de la pregunta sobre el tributo al César:
“Después
le enviaron unos fariseos y herodianos para ponerle una trampa. Se acercan y le
dicen:
-Maestro,
nos consta que eres veraz y que no te importa nadie porque no eres partidista,
sino que enseñas sinceramente el camino de Dios. ¿Es lícito pagar tributo al
César o no?, ¿Lo pagamos o no?
Adivinando
su hipocresía les dijo:
-
¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea.
Se
lo llevaron y les pregunta:
-
¿De quién es esta imagen y esta inscripción?
Le
contestan:
-
Del César.
Y
Jesús replicó:
-
Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
(Mc.12, 13-17 y par.)
En este texto, tenemos que reparar en dos
detalles. Por un lado, vemos unidos contra Jesús a dos grupos ideológicos
distintos y en muchos aspectos opuestos. Y por otro, cómo quieren cazarle
declarando contra la autoridad del gobierno de ocupación, delito que se
castigaba con la muerte de Cruz.
En segundo lugar nos encontramos con el
episodio de la polémica con la casta sacerdotal, los saduceos:
“Se acercaron unos saduceos (que niegan la
resurrección) y le dijeron:
-Maestro, Moisés nos dejó escrito que cuando
uno muera sin hijos, su hermano se case con la viuda, para dar sucesión al
hermano difunto. Eran siete hermanos: el primero se casó y murió sin
descendencia; el segundo tomó a la viuda y murió sin descendencia; lo mismo el
tercero. Ninguno de los siete dejó descendencia. La última de todos murió la
mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿De cuál de ellos será la mujer?
Pues los siete estuvieron casados con ella.
Jesús les respondió:
-Andáis descaminados, porque no entendéis la
escritura ni el poder de Dios.
Cuando resuciten de la muerte, no se casarán
los hombres y las mujeres, sino que serán en el cielo como ángeles (…) No es un
Dios de muertos, sino de vivos. Andáis muy descaminados.”
(Mc.12, 18-25.27)
Este texto nos muestra a Jesús diciéndole a
los guías religiosos, a los puristas de las Sagradas Escrituras “Andáis
descaminados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios…” Podemos
hacernos una idea de las animadversiones que se iba granjeando el Señor en su
fidelidad a Dios y en la transmisión de su mensaje.
La expulsión de los mercaderes del Templo va a
ser el punto más caliente del conflicto:
“Llegaron a Jerusalén y, entrando en el
Templo, se puso a echar a los que vendían y compraban en el Templo, volcó las
mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas, y no dejaba a
nadie transportar objetos por el Templo. Y les explicó:
- Está escrito: mi casa será casa de oración,
mientras que vosotros la habéis convertido en guarida de bandidos.
Lo oyeron los sumos sacerdotes y los letrados
y buscaban cómo acabar con él.”
(Mc. 11, 15-18a)
Al expulsar a los mercaderes del Templo no
sólo arremete contra la mercadería de lo religioso, sino también contra uno de
los elementos esenciales de la religiosidad judía de su tiempo: el culto a
través de los sacrificios animales, según marca la Ley de Moisés.
La parábola de los viñadores infieles es una
clara denuncia a las autoridades religiosas de su época, en ella muestra la
situación de conflicto, y presenta su propio desenlace:
“Un hombre plantó una viña, la rodeó con una
tapia, cavó un lagar y construyó una torre; se la arrendó a unos labradores y
se marchó. Por la vendimia, envió un criado para cobrar su parte del fruto de
la viña. Ellos lo agarraron, lo apalearon y lo despidieron de vacío. Les envió
un segundo criado, y ellos lo descalabraron y lo injuriaron. Envió un tercero,
y lo mataron. Le quedaba uno, su hijo querido, y se lo envió el último,
pensando que respetarían a su hijo. Pero los labradores se dijeron: Es él el
heredero. Lo matamos y la herencia será nuestra. Así qué lo mataron y lo
echaron fuera de la viña. Pues bien, ¿qué hará el amo de la viña? Irá, acabará
con los labradores y entregará la viña a otros.”
(Mc. 12, 1-10)
Y, por
último, con el episodio del mandamiento principal vemos como sus mismos
oponentes no tienen más argumentos contra Jesús, que su enseñanza está
legitimada por la propia tradición del judía, y, por tanto la oposición de las
autoridades religiosas no tiene sentido, está más motivada por la cerrazón del poder
establecido que por la fidelidad a la Ley de Yahveh:
“Se acercó uno de los escribas que les había
oído y, viendo que les había respondido muy bien, le preguntó: -¿Cuál es el
primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: -El primero es: Escucha,
Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus
fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro
mandamiento mayor que éstos.
Le dijo el escriba:
-Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que
Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con
toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a si mismo
vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Y Jesús, viendo que le había contestado con
sensatez, le dijo:
-No
estás lejos del
Reino de Dios.
Y nadie más se atrevía ya a hacerle más
preguntas.”
(Mc. 12, 28-34)
En este clima de persecución, como lo llama
Jon Sobrino, Jesús manifiesta la absoluta determinación de ser fiel a sí mismo,
por tanto, a la voluntad del Padre, y la Cruz es el final más probable; la
posibilidad más probable, que termina en la muerte: “¡Jerusalén, Jerusalén! Que
matas a los profetas y apedreas a los enviados…”
(Mt.23, 37a)
Pero es una muerte conscientemente asumida;
así la muerte termina siendo el camino de la fidelidad más radical.
La Cruz nos muestra el camino de la
“existencia auténtica” del hombre con la libertad como elemento clave:
“Nadie
me quita la vida, yo la doy libremente”
(Jn.10, 18)
M. Heidegger nos presenta al hombre como
“arrojado” fatalmente en el mundo, como decía al principio, sujeto al aquí y
ahora de la historia. Pero ante esta fatalidad caben dos caminos posibles: el
hombre puede “huir de sí mismo” negándose a conocer y a asumir su propia
condición, su propia libertad, dejándose llevar por las cosas; abandonándose a
una existencia inauténtica, impersonal, quedando absorbido por la conciencia de
la masa: el filósofo alemán lo llama “estado caído”, en el que nos dejamos
arrastrar por el anonimato, la mediocridad, la charlatanería insustancial, la
irresponsabilidad, dominado por la inconsistencia y lo anodino.
Pero también se puede optar por la “existencia
auténtica” que asume la condición humana como libertad, el ser como proyecto
hacia el futuro: la libertad fiel de elegirme a mí mismo. Pero al hacerme
consciente de quién soy me topo con la muerte como lo inevitable, lo
inexorable, la nada: todos los proyectos quedan frustrados por la muerte,
“quedan en nada”. Aquí radica el valor de la contemplación de la Cruz, que me
pone delante lo que yo mismo soy: el hombre es Cruz.
Ante la nada, la muerte, experimentamos “la
angustia” dirá Heidegger (no miedo, el miedo es siempre miedo de algo, la
angustia es angustia de nada).
Jesucristo asume la angustia; como el hombre
auténtico no se escabulle de la presencia de la muerte y de la nada, al
contrario: de la muerte y de la nada sacará razones para definir fielmente el
sentido de su existencia.
“Y tomando a Pedro y a los hijos de Zebedeo
comenzó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dice:
-Mi alma está muy triste, hasta la muerte.
Permaneced aquí y velad conmigo.
Y adelantándose se postró rostro en tierra
orando así:
-Padre, si es posible, que se aparte de mi
esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.”
(Mt.26, 36-39)
La oración de Jesús en el Huerto de los
Olivos, nos muestra claramente el significado de la angustia: “Pase de mi este
cáliz”. Pero prevalece el sentido de su fidelidad libremente entregada al
proyecto de Dios para el mundo: “No sea mi voluntad sino la tuya”.
Jesús elige la Cruz, abraza la Cruz, se elige
a sí mismo en la Cruz.
Entonces, la Cruz en principio se interpreta
como fracaso:
“Para los judíos escándalo, para los paganos
locura”
(1 Cor.1, 23)
Pero nosotros la interpretamos como reveladora
del “Misterio de Cristo”, y, por tanto, del “Misterio de lo Humano”, como
recordábamos hablando del Concilio de Calcedonia.
Aquí
entramos en la raíz de la misma Encarnación, y para ello nos tenemos que
referir al modo en que se produce la Encarnación, no ya en el mero sentido
biológico. Por desgracia, con demasiada frecuencia hacemos una interpretación
reduccionista del misterio de Cristo en este sentido. Del mismo modo que
reducimos la Pasión de nuestro Señor al sufrimiento físico (terrible,
inconmensurable…) pero la Pasión es mucho más profunda que eso. Por ende, no
debemos caer en una interpretación meramente biologicista del “y se hizo hombre” del Credo. Dios asume en
Jesucristo el fenómeno humano en toda su extensión, que incluye, obviamente, el
hecho biológico, pero también el ser libertad, proyecto, fracaso y muerte:
“Como nosotros, ha sido probado en todo excepto
el pecado.”
(Hb. 4, 15)
No es ya solo el hecho de hacerse hombre, el
hecho de la Encarnación, sino el modo en el que se verifica este hacerse,
“probado en todo”, es decir: inmerso en este mundo y en esta humanidad sujeta
al aquí y ahora de la historia, enfrentado (probado) al proyecto, al fracaso, a
la muerte, en fin, a la nada.
Jesús asume ese “ser para la muerte” como
definición del hombre que manifestaba Heidegger. “Dios se hace fiel al hombre”.
El hombre puede ser fiel a Dios porque Dios se ha hecho fiel al hombre en
Jesucristo.
La Cristología utiliza el término griego
“kenosis” para expresar como en Jesús lo asumido por Dios en la Encarnación no
es sólo la humanidad sino, de alguna manera, lo más “negativo” de dicha
humanidad. “La Cruz no hay que verla como designio arbitrario de Dios ni como
castigo cruel hacia Jesús, sino como consecuencia de la opción primigenia de la
Encarnación, el acercamiento radical por amor y con amor, lo lleve donde lo
lleve, sin salirse de la historia, sin manipularla desde fuera”[1].
Dios no ha venido en una humanidad perfecta
como la que aparece en la Transfiguración, sino “anonadado” (Kenosis) en la
humanidad de esta historia y con nuestra misma suerte: lo que San Pablo llama
“Carne de pecado”, no en los pecados (en plural) concretos de las acciones del
diario, sino en la estructura “empecatada” consecuencia del pecado original. En
tal situación la muerte es la última consecuencia de esta humanidad asumida por
Jesucristo que “siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios;
sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a
los hombres. Y como hombre se humilló haciéndose obediente hasta la muerte, una
muerte de Cruz”
(Fil. 2, 6-8)
La muerte entonces es sólo la última consecuencia
de todo un estado previo, en el que Jesús asume la existencia humana,
eligiéndose a sí mismo en libertad. Jesús asume la existencia auténtica sin
sustraerse al sufrimiento que supone la Pasión, en el terrible nivel físico y
biológico, del castigo que vemos en las imágenes que son nuestros Titulares,
pero también en un nivel más totalizante: sufre la angustia, como fracaso y la
frustración de todo el esfuerzo, resultado del conflicto. Aquí está el sentido
profundo de ECCE HOMO, este es el hombre: esta realidad destrozada por el dolor
y la frustración, acosada por el sinsentido, esta realidad rota es el hombre.
Entonces, la Cruz es ilustre, ya que muestra,
ilustra lo que es la vida. La Cruz no es una anécdota, es el culmen de la
conflictividad que posee en sí misma la muerte humana, pero…
“… Dispuso Dios salvar a los creyentes por la
locura de la Cruz”
(1 Cor. 1, 21b)
Tenemos, por tanto, que Encarnación y Cruz no
son momentos aislados sino tan intrínsecamente vinculados que constituyen una
misma realidad: Jesús era hombre de tal manera que, necesariamente, había de
morir de una muerte conflictiva y maldita.
Así vemos cómo Jesús no sólo acepta la muerte
de Cruz, la elige en silencio; elige la fidelidad a Dios y de Dios: “Nadie me
quita la vida, soy yo quien la da libremente”.
La Cruz define la Encarnación, y por tanto la
Salvación. En el bosque de la existencia hay muchos árboles, pero sólo uno da
como fruto el misterio de la existencia humana sin más, ése es la Cruz “Hazme
una Cruz sencilla, sin añadidos ni ornamentos”[2].
Sólo entonces tiene sentido proclamar “Dulce leño que con dulces clavos
sostienes dulce peso”.
“Está cumplido”
(Jn. 19, 30)
Dice Jesús al final, el amor ha hecho lo que
tenía que hacer, ha jugado su papel, el resto queda ya fuera de su alcance,
depende del Padre.
La muerte de Cruz nos pone directamente frente
a la nada,
“Señor, señor, ¿Por qué me has abandonado?”
(Mt. 27, 46)
Pero
ésta no es la conclusión, la Cruz concluye con
“Padre,
en tus manos confío mi Espíritu”
(Lc. 23, 46)
Me gusta especialmente esta traducción de
“confio porque denota que la fidelidad tiene como fruto la confianza: sólo
confiamos en quien consideramos fiel, pero sólo quien es fiel es capaz de
confiarse en otro, esperando su misma fidelidad.
La Encarnación pasa necesariamente por la
Cruz, pero sólo queda concluida en la Resurrección. “Canta, oh, lengua la
victoria del más glorioso combate, di el ilustre triunfo que el salvador del
mundo alcanzó sobre la Cruz y cómo venció siendo crucificado”.
La Resurrección no anula la Cruz, del mismo
modo que el crecimiento no anula la crisis, sino que le da sentido. El
resucitado presenta las cicatrices de la Cruz, es más, éstas se convierten en
seña de identidad y reconocimiento, en los relatos de las apariciones.
“Vino Jesús y se puso en medio y les dice:
“Paz a vosotros” y diciendo esto, les mostró las manos y el costado. Los
discípulos se alegraron viendo al Señor”
(Jn. 20, 19-20)
La Resurrección es tan real como la Cruz “La
Resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir a un tipo
de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la Ley del devenir
y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha inaugurado una
nueva dimensión de ser del hombre”[3].
Así, la condición definitiva de la existencia
auténtica supera el “ser para la muerte”, llegando al “ser para la vida”.
“¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?”
(1 Cor. 15, 55)
No, la victoria es de Jesucristo que “venció
siendo crucificado”.
Así, San Pablo proclama que en virtud a la Resurrección
“la muerte ha sido aniquilada y con ella el pecado y con el pecado la Ley”
(1 Cor. 15, 54-57)
Cuando Pablo habla de “pecado”, como ya hemos
señalado, no se refiere a los pecados concretos, los pecados cotidianos, sino
que busca más bien la misma raíz del mal: “Si no, Jesús sería un simple maestro
de moral como otros tantos se han dado a lo largo de la historia, pero el
acontecimiento Jesucristo es más profundo, y supone la liberación de su causa
más radical: la existencia inauténtica.
Muchas veces es el miedo al fracaso, a la
misma angustia la que nos paraliza, la que nos hace huir de nosotros mismos, de
lo que soy. Miedo a la libertad que me lleva a la indefinición, dejándome en
manos de los otros o de las circunstancias, evitando así mi propia
responsabilidad sobre la vida.
Pero “donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia”
(Rom.5, 20)
La liberación del pecado es confirmación de la
gracia que opera en nosotros, en tanto que somos libres y libremente optamos
por Jesucristo, fieles a nosotros mismos. Vencemos el estado caído a través de
la existencia auténtica. La Ley, por tanto, queda superada.
“Sabemos que nadie alcanza la Salvación por
observar la Ley sino por creer en Jesucristo (…) Porque si la Salvación se
alcanzara por la Ley, en vano habría muerto Cristo”
(Gal. 2, 16 a. 21)
Es decir, la misma existencia de la Ley y su
necesidad, nos dice San Pablo, ponen de manifiesto el poder del pecado, de la
estructura de pecado, por cuanto la ley se convierte, como fuerza del pecado,
en instrumento de dominación. (cfr. 1 Cor. 15,56)
Claro, donde falta el amor necesito una Ley
que me diga lo que tengo que hacer, que dirija mis opciones y la relación con
mis hermanos; y me justifico por la Ley, soy bueno porque no robo, no mato, voy
a misa, pertenezco a la Cofradía, salgo de tal o cual en la procesión…
Claro, donde falta comunidad, donde falta
fraternidad (confraternidad o cofradialidad)
necesito una ley, unos estatutos: la regla número tal dice que la permanente
decidirá…
Pero Cristo ha superado esta Ley “porque la Ley
del Espíritu vivificante, por medio del Mesías Jesús me ha emancipado de la ley
del pecado y de la muerte”
(Rom.8, 2)
Y ya sólo queda una Ley de la fe que, en
definitiva es la Ley del Amor: “Dulce leño, que con dulces clavos sostienes dulce
peso”
Jesucristo resucitado triunfa sobre el pecado
y la ley porque triunfa sobre la causa última de ambas, que es la muerte: el
último enemigo, como nos recuerda S. Pablo (1 Cor. 15, 26), el más peligroso, aquel
cuya victoria parece más inapelable; el enemigo implacable, porque cuestiona
todo el sentido de la vida, incluso el mismo sentido de la libertad, todo el
esfuerzo de la existencia auténtica. Parece, en fin, que la muerte domina al hombre,
“ser para la muerte”. Desde esta perspectiva, encontramos que “En la cruz, sin
embargo no hay ni poder ni hay futuro. La cruz no es en el directo el todavía
no del futuro sino el radical fracaso de todo pasado y presente y de la
cerrazón de todo futuro. La Cruz no revela poder, sino impotencia. Dios no
triunfa en la Cruz sobre el poder del mal sino que sucumbe ante él. La
interpretación creyente ve en ello el amor solidario de Dios, hasta el final,
hacia los hombres, pero en el directo, lo que aparece en la Cruz es el triunfo
de los “ídolos de muerte” sobre el “Dios de la vida”[4]
La muerte y la Cruz entonces nos colocan
frente al absurdo, frente a la nada, pero precisamente la nada puede ser punto
de partida, sólo donde hay nada puede comenzar la Creación, del mismo modo que
de la angustia surge la fidelidad “pase
de mi este cáliz pero no sea mi voluntad sino la tuya”. De la sensación de
arrojado a este mundo, de soledad frente al mundo, de la sensación de abandono
de Dios nace el abandono en manos de Dios “Señor, Señor ¿por qué me has
abandonado?... En tus manos confío mi espíritu”. De la Cruz nace la salvación,
de la muerte nace la vida.
Jesucristo,
“como hombre se humilló haciéndose obediente hasta la muerte, una muerte de
Cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió el nombre sobre todo nombre, para
que, ante el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra
y en el abismo, y toda lengua confiese para gloria de Dios Padre: ¡Jesucristo
es Señor!”
(Fil. 2, 7b-11)
En
Jesucristo resucitado podemos afirmar confiadamente la vida, porque es el
primero de muchos, y en él “Espero la resurrección de los muertos y la vida en
el mundo futuro” como profesa la fe el símbolo Niceno-constantinopolitano. Y en
libro del Apocalipsis lo reafirma:
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva…”
(Ap. 21,1)
Por
todo lo dicho, citando a González Faus: “Donde el ateo opina que cree en el
mundo porque no puede creer en Dios, y el hombre piadoso opina que cree en Dios
porque no puede creer en el mundo, el cristiano profesa que cree en el mundo
porque cree en el Dios de Jesucristo.”[5]
En
la Cruz, por tanto encontramos el lugar del hombre: ser frutos en Jesucristo,
colgados de la cruz, que en sí misma parece sólo tragedia y escándalo, pero que
por el designio de Dios se transforma en árbol de vida, que a través de
Jesucristo y su resurrección llena de sentido la existencia. La fidelidad
acogida nos muestra la muerte no ya como un final sino como un principio.
Así en la Cruz encontramos la pura realidad
existencial del hombre y su destino trascendental en manos de Dios, que nos
muestra Nuestro Señor Jesucristo. Así sí que podemos hacer propias las palabras
del profeta Miqueas: “Ya se te ha declarado, oh, hombre, lo que es bueno y lo
que el Señor desea de ti: que actúes con justicia, que ames con ternura y que
camines humildemente con tu Dios.” Miq. 8, 6.
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