Belén está situada sobre dos colinas, a 2361 metros sobre el nivel del mar. La colina occidental es el Belén de la Escritura; sobre la oriental está la Basílica de la Natividad que se levantó sobre la gruta. Podemos imaginar que María y san José, "no habiendo lugar para ellos en la posada”, dejaron el poblado y fueron a dar a una cueva o establo sobre la colina oriental, que servía como refugio para los pastores y sus rebaños contra la inclemencia del clima. No nos referiremos aquí a las controversias acerca de la historicidad de la narración que hace san Lucas del nacimiento del Salvador, o del verdadero lugar de la gruta de la Natividad. Basta decir que no parece haber razón suficiente para abandonar la muy antigua e ininterrumpida tradición que atestigua la autenticidad del sitio en el que hoy se venera el pesebre. San Justino, quien murió mártir en 165, dice que “Habiendo buscado infructuosamente albergue en el poblado, José buscó refugio en una cueva vecina a Belén” (Dial. c. Tryph., 70). Casi medio siglo después, Orígenes escribe: “Si alguien desease satisfacer su curiosidad sin recurrir a la profecía de Miqueas o a la historia de Cristo, según fue escrita por sus discípulos, acerca de que Jesús nació en Belén, sepa que, según el Evangelio, en Belén está la gruta donde Él vio la luz por vez primera” (C. Cels. I, 51). Al principio, santa Elena construyó una capilla en la gruta, y la adornó con mármoles costosos y otros adornos valiosos. La primera basílica erigida sobre la cripta se debe probablemente a la devoción y magnificencia de su hijo, Constantino, del que san Eusebio dice “el Emperador mismo, eclipsando aún la magnificencia del diseño de su madre, adornó el mismo sitio con un estilo auténticamente real” (Vita Const., III, 43). Tanto la gruta propiamente dicha como la basílica han sufrido numerosas modificaciones y restauraciones, reclamadas al paso de los siglos por los destrozos de las guerras e invasiones. En la actualidad, poco queda de los espléndidos mosaicos y pinturas descritos detalladamente por Cuerésimo y otros escritores. El acceso a la cripta de la Natividad desde el templo superior se realiza a través de una doble escalinata que baja del lado norte del coro de la basílica hacia la gruta, en la parte inferior, y que converge en el lugar donde, según la tradición, nació el Salvador. El punto exacto está indicado por una estrella de plata con una historia un tanto trágica.
Siempre ha habido una estrella allí, pero la que hoy está no es la primera. La que hoy besa el peregrino, lleva grabada la fecha de 1717; pero no es este el año en que fue modelada. Su historia es la siguiente:
En letras capitales, grabadas en relieve, la estrella tiene esta inscripción circular latina: HIC DE VIRGINE MARIA JESUS CHRISTUS NATUS EST. 1717: "Aquí nació Jesucristo de la Virgen María". Este texto latino, que declara en voz alta quién era el propietario de aquel lugar sagrado, molestaba a los griegos ortodoxos, copropietarios con los franciscanos de la Basílica de la Natividad.
La estrella que entonces se veía en el lugar donde nació Jesús, había sido colocada el año 1717, fabricada con los reales de a ocho que a raudales mandaba España. Ya en 1842 habían intentado arrancarla los monjes griegos; por lo cual los franciscanos, en la noche del 22 de diciembre de aquel mismo año, la fijaron fuertemente con clavos en el pavimento, como asegura el historiador griego Papadópulos. Nueva tentativa, aunque también inútil, el 24 de abril de 1845, hasta que, por fin, la estrella desapareció definitivamente el 12 de octubre de 1847, yendo a parar, según parece, al monasterio griego de S. Sabas.
No habiendo conseguido la restitución de la estrella, el sultán turco Abde-el-Megid, después de un movidísimo proceso que duró cinco años, decretó que se hiciera otra igual a la robada. Se hallaba entonces en Constantinopla, ejerciendo el importante cargo de Comisario de Tierra Santa ante la Puerta Otomana, el franciscano español P. José Llauradó, el cual se encargó de hacer reproducir la estrella "según el modelo exacto de la robada", como refiere él mismo en una interesante carta, dando la comisión al señor Jacomo Anderlich. El peso de la plata fue de 496 dracmas, y costó 3.300 piastras turcas, es decir, unos 2.700 reales, que el dicho P. Comisario pagó al señor Anderlich, y consta del recibo de éste. El sultán Abd-el-Megid, sigue refiriendo el P. Llauradó, pretende que la da él "como un solemne recuerdo de nuestra parte imperial a la nación cristiana", es decir, comenta Llauradó, "que el sultán se la apropia y hace don de ella a la cristiandad entera".
Pero la historia prueba con documentos auténticos, testigos incorruptibles, que la estrella de Belén, la misma que hoy vemos y veneramos, como símbolo de un hecho divinamente humano, se debe a la actividad y dinero aportado por un franciscano español, a quien deben mucho, por esta y otras acciones, los Santos Lugares.
La larga y trabajosa acción diplomática ante la Sublime Puerta fue llevada a cabo por el embajador francés en Constantinopla, marqués de Lavalette, menudeando las propinas del Comisario español a los oficiales turcos. La estrella fue colocada en el mismo sitio donde se halla hoy por el enviado del Sultán, Afif-bey, el 23 de diciembre de 1852, hallándose presentes el bajá de Jerusalén, el cónsul francés Botta y el superior franciscano de Belén. A este acto solemne no asistieron el patriarca latino, José Valerga, ni griegos, ni armenios.
A poca distancia hacia el suroeste está el pesebre donde Cristo fue acostado y donde, según atestigua la tradición, Él fue adorado por los magos. En 1873 el pesebre fue vandalizado por los griegos y todo lo que había de valor, incluyendo dos pinturas, de Murillo y Maello respectivamente, fue robado.
(Franciscan Cyberspot)
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