Venerables sacerdotes, dignísimas autoridades, Sr. Hermano Mayor de la Hermandad Sacramental y Reales Cofradías Fusionadas de Nuestro Padre Jesús de Azotes y Columna, Santísimo Cristo de la Exaltación, Santísimo Cristo de Ánimas de Ciegos, María Santísima de Lagrimas y Favores y Archicofradía de la Santa Vera Cruz y Sangre, Nuestra Señora del Mayor Dolor y San Juan Evangelista, Hermanos de dichas Reales Cofradías, Señoras y señores:
Con el respeto que inspira lo sagrado del lugar, con el respeto que inspira lo selecto del auditorio, con el respeto que inspira lo excelso del asunto, no os podréis extrañar si mis palabras, mas balbuceantes de lo que vosotros merecéis y de lo que yo desearía, afrontan con sencillez y humildad esta grave, esta honrosa ocasión en que vuestra generosidad, al echar sobre mis hombros tan singular compromiso, me ha colocado.
Yo quisiera en estos momentos tener tales dotes de orador que no me hicieran temer los minutos que inexorables se aproximan. Válgame, al menos, mi entusiasmo y mis recuerdos para que, de la mano del uno y de los otros, pueda discurrir sin graves tropiezos por la historia de unas hermandades que, desde la memoria me alcanza, gozaron siempre de mis predilecciones.
Entusiasmo, devoción, sentimientos cofradieros que ojalá me ayuden a cumplir con mi grata obligación. Y recuerdos, grabados en mi alma con el fuego imperecedero de la niñez, ya tan lejana en el tiempo, aunque inmediata, próxima, inefable en el corazón y en la que he de bucear como una fuente inagotable para que afloren ahora unas vivencias que, parafraseando al autor del Quijote, me hacen decir con acentos de verdad: Cofrade se es de la cuna de la mortaja ...
Yo recuerdo que en aquellos alejados años, cuando se me hacía la pregunta que a todos los niños se dirige -Y, cuando seas mayor, ¿tú que querrías ser?- contestaba ingenuo, candorosamente: ¿Yo?, nazareno. Y entre otras muchas cosas, todas menos importantes que aquel deseo de la puericia, nazareno fuí, desde los tiernos años en el que con el hábito de la Pollinica, cortado y cosido por mi madre, enarbolaba la grácil hoja de la palmera entre el bosque susurrante de las palmas -''Dejad que los niños se acerquen a Mí'', ''Sinite parvulos venire ad Me- hasta que, más que avanzado a la madurez, padre de una familia gracias a Dios numerosa, regí los destinos de una de las cofradías más antiguas de Málaga, La Muy Ilustre, Antigua y Venerable Hermandad Sacramental de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Viñeros, que en mi época y gracias a una venturosa fusión, alargó su título nobilísimo con el de Nuestra Señora del Traspaso y Soledad de Viñeros, dando así fin a una escisión que duraba ya centurias, y aun se prolongó más en su denominación con el nombre de San Lorenzo Mártir, por obra y gracia de un caballero cristiano y buen cofrade que no se me va de la memoria: Don Carlos Krauel Gross, malagueño de cepa y raigambre pese a sus foráneos apellidos de Málaga, crisol de razas, supo convertir en malacitanos
Y pues que de añejas memoranzas estamos hablando, séame lícito dedicar unas palabras, modestas como todas las mías, pero salidas del alma, a este mismo templo en que nos encontramos, Parroquia que me vio nacer y en la que durante muchos años viví.
Yo nací muy cerca de aquí y desde la cuna fui feligrés de San Juan Bautista. Mis ojos se abrieron a la luz primera, a esta luz incomparable de Málaga, en uno de los pisos de la conocida Casa del Abuelo, en la vecina calle de Especerías, y recuerdo haber oído a mi madre que desde una de las ventanas traseras del hogar de mis primeros años, de los años de mi infancia, se podía dirigir la vista en alado vuelo al lugar donde se hallaba y se halla el altar mayor de esta iglesia donde ahora mismo nos encontramos y que así la autora de mis días, en aquéllos en que alguna enfermedad de ella o de los suyos, le impedía incumplir de presente con el dominical precepto, seguía con el espíritu el Santo Sacrificio. Luego, cuando yo contaba algo más de dos años, varié de casa, pero no de parroquia, al mudarnos al entonces número dos de la calle de García Briz. Entonces, todas las procesiones pasaban por calle Especerías, y todas también por delante de los balcones de calle García Briz, y en este vivir gozoso de nuestra Semana Santa quizás pudiera haber nacido mi vinculación con ella. Hoy, después de la afortunada recuperación para nuestros itinerarios de la ''superprocesionista'' calle de Carretería, también la casi totalidad de nuestros desfiles procesionales pasan ante los referidos balcones de calle García Briz, de aquel hogar del que salí para casarme y al que volví poco después, para ausentarme, creo que ya definitivamente, compelido por el número de hijos que necesitaba un espacio mayor.
Y ahondando más en mis recuerdos, me veo, con mis hermanas, los tres con las narices pegadas a los cristales o arropados maternalmente en los balcones, presenciando con ávido mirar la impresionante teoría de Cristos y de Vírgenes. Y también me veo en los más tiernos años de mi adolescencia en la dominical misa de doce de San Juan, con el templo abarrotado y los ojos fijos, lo confieso, más que en el altar en el casi infantil perfil, no del amor, que vino después, sino de la pura ilusión que ha iluminado el alma de tantos y tantos seres normales, más niños que hombres, situados en la difícil frontera de la juventud.
Fui siempre ''procesionista'', expresivo vocablo malagueño que indiscutiblemente prefiero a otros, no niego que también expresivos pero foráneos. Mis hermanas y yo teníamos a gala sabernos de memoria las barrocas denominaciones de las hermandades y pronunciábamos entonces con empaque y fervor el largo y altisonante título de la cofradía que ahora nos congrega y que entonces rezaba así: Reales Cofradías Fusionadas de Nuestro Padre Jesús de Azotes y Columna, Santísimo Cristo de la Exaltación, Nuestra Señora del Mayor Dolor de la Santa Vera Cruz y Santísimo Cristo de Ánimas de Ciegos, cuya imagen, la de éste último, entonces ''no salía'', como brevemente se decía en el lenguaje cofradiero.
Y todavía me ata, con agridulces lazos de dolor y pena, otra entrañable circunstancia más a esta Parroquia de San Juan. Cuando mi hija mayor se acercaba al final de su vida le abrió las puertas del cielo el párroco de esta feligresía, entonces Don Francisco Castro, que por raras circunstancias, digamos que por providenciales circunstancias, la visitó en el sanatorio, la confesó, le dio la extremaunción y el Viático, todo ello recibido con fervor, con sencillez, con humildad. ¿Cómo se puede querer que yo no quiera a la Parroquia de San Juan?
Hoy todo eso se acabó. De aquella familia numerosa sólo queda conmigo un hijo, porque de los otros hijos, una se fue a la patria eterna y los otros constituyeron su propio hogar. También la madre de ellos voló al cielo. Pero de esto no tenéis vosotros la culpa. Yo lo acepto, como venido de las manos de Dios y os doy las gracias porque me habéis deparado la ocasión de recordarlo. Perdonadme porque os haya hablado de ello. Perdonad que desde la última vuelta del camino, que Baroja decía, haya puesto en mi boca lo que el corazón, lleno de memorias, me dictaba. ''Ex abundantia cordis...''.
Y vayamos ya a lo que aquí no tiene congregados. Como buen andaluz que soy -aunque más que andaluz soy español- me temo que para una copla, que mi ignorancia hará corta, ha sido ''muy largo el jipío''.
Este pregón, si es que se puede recibir ese nombre, está dedicado a un fasto memorable en la vida de las Reales Cofradías Fusionadas y precisamente porque en estas fechas -pasado mañana- se cumple el septuagésimoquinto aniversario de la fusión de las Hermandades de Azotes y Columna, Ánimas de Ciegos y Vera Cruz -ya fusionadas antes- con la Cofradía de Exaltación. Y los prolegómenos de este solemne acto fueron así, según nos cuenta la monumental obra del Padre Llordén y Sebastián Souviron, esto es, la ''Historia Documental de las Cofradías y Hermandades de Pasión de la ciudad de Málaga'':
El 20 de agosto de 1891 y en la Iglesia de la Concepción, sede de las Hermandades de Ánimas de Ciegos y de la Vera Cruz, se celebró un acto para tratar de la fusión de estas dos últimas con la Hermandad de Azotes y Columna, a la sazón establecida en la vecina Iglesia de San Juan Bautista desde que se trasladó a ella desde el convento de San Francisco.
Esta Cofradía de Nuestro Padre Jesús de Azotes y Columna goza de una antigüedad presumiblemente superior a 1730, fecha de sus primeros Estatutos, pues se sabe que casi un siglo antes, en 1646, la capilla del Santo Cristo de la Columna, del Convento de San Francisco, era de los herederos de la familia Ventimiglia, iniciadores del culto a la imagen, de la que únicamente se conoce que ya en 1867 se encontraba en la iglesia parroquial de San Juan.
La Cofradía estaba especialmente dedicada al enterramiento de sus hermanos, según aparecen de diversos testamentos que el curioso lector puede encontrar reseñados en el libro de Llordén y Souviron. En el trono se hallan tres figuras: Nuestro Padre Jesús atado a la Columna entre dos sayones que le azotan, del que uno de ellos, según la voz popular, ostentaba el rostro del entonces Gobernador Militar de Málaga y autor del fusilamiento de Torrijos, General González Moreno, así retratado por resentimientos que contra él albergaba el escultor.
Como decíamos, la fusión de la Hermandad con las de Ánimas de Ciegos y Vera Cruz se certificó en el mes de diciembre de 1891, mas es lo cierto que dificultades económicas muy difíciles aconsejaron a los directivos la fusión de las tres ya unidas hermandades con la Cofradía de la Exaltación, que se llevó a término el 31 de mayo de 1913.
Y perdonad otra vez que después de este fárrago de fechas y de históricas circunstancias vuelva otra vez a mis infantiles recuerdos. Y de entre ellos viene a mi memoria la imagen de un niño dibujando con reiterativa insistencia a los nazarenos de la Exaltación, y ello por una razón bien sencilla. En Semana Santa, en esas entrañables fechas en que se reverdecían mis cofradieras ilusiones, los lápices de colores que la munificencia de los Reyes Magos habían dejado en mis zapatos, no tan sólo no existían, sino que de ellos no quedaban ni restos, ni memoria. Y entonces, como únicos útiles de mis pictóricas aficiones, no contaba más que con un rojo y grueso lápiz, ya jubilado de sus primitivas y oficinescas tareas, y otro lápiz negro-¡aquellos Faber del nº2!- y con el rojo y el negro trazaba una y otra vez las túnicas y los capirotes de la Exaltación, cuya imagen no era la de ahora, sino aquella otra que desapareció en un incendió en aquel 21 de julio de 1980, de triste recordación.
La imagen de ahora también está ligada con invisibles, apretados y provinciales lazos a mi vida, pues fue la que presidió el acto, para mí inolvidable, en que pronuncié el 18 de marzo de 1982, víspera de mi Santo patrono San José, el pregón de la Semana Santa. Y entonces dije, sugerí, entre el ruidoso beneplácito de los asistentes, que si un pregón no era sino una exaltación, nada más justo que en años sucesivos fuera la misma imagen de la Exaltación la que presidiera los pregones. Ello no ha sido así, por evidentes razones que desde luego comprendo; pero no ha sido por mi culpa.
Es una imagen bella la del Santísimo Cristo de la Exaltación. Representa el crudelísimo momento en que unos sayones empujan o tiran de la Cruz, sin dolerse de la desvalida carne, doliente como la nuestra, que ya está clavada en el madero. Y allí está Cristo, por culpa de nuestras culpas, víctima inocente de nuestros pecados, de los de todos, de los míos y de los vuestros. Y porque así es, y porque el alma se me encoge y se os encoge, canté una vez, sintiéndome intérprete de todos, con unas palabras que no me resisto a repetir:
A la Cruz ya, Señor, estás clavado.
Para mirar tu muerte sólo falta
que a fuerza de empujones y bien alta
te vean todos al fin de ella colgado.
Todos, sí, todos, pues que hemos pecado
contra tí todos, y a la vista salta
que esa furia ciega que te exalta
de todos las pasiones han andado.
Para mi bien estás pagando
el mal que te inferí, y desde arriba
tu mirada me brinda compasión.
Perdón te pido. Mírame esperando
que por mi llanto de tu amor reciba
el fruto de tu santa exaltación.
Y siguiendo adelante con la historia de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Exaltación, diremos que en 1682 la Cofradía del Triunfo, llamada después de la Soledad y finalmente, hasta nuestros días, la de los Dolores, establecida en San Juan, decidió hacer obras de ampliación en su capilla y para ello adquirió a Pedro Díaz de Aranda parte de un terreno que éste tenía en la calleja de San Juan. Dos años más tarde, el 25 de marzo de 1684, vendió un hueco de su pared de su capilla para que fuese colocada la nueva imagen del Santísimo Cristo de la Exaltación. Muchos años después, en 1732, al realizarse en la parroquia unas obras de consideración, la Exaltación trasladó su titilar a la capilla de Vera Cruz. En el lugar que a causa de esta mudanza quedó vacío se colocó un gran cuadro que representaba a San Erasmo
Pero, ¿Cuál fue la fecha fundacional de la Exaltación?
La más antigua referencia la constituye un testamento, fechado en 1665, por el que la testadora dispone que se entierre su cuerpo en la Iglesia de San Juan y precisamente en la sepultura y entierro que tienen los hermanos del Santo Cristo de la Exaltación.
Por uno de esos altibajos tan frecuentes en la vida de las hermandades, la que nos ocupa hubo que reorganizarse en 1749 y los pocos hermanos que a la sazón pertenecían a la Cofradía obtuvieron del propietario de capilla e imagen que las cediese a la hermandad. Redactaron después nuevas Constituciones que se aprobaron el 20 de abril de 1752. En estos Estatutos, que pueden leerse en la tan citada e imprescindible obra de Llordén y Souviron, se dan un sin número de detalles, de los que entresacamos los capítulos 6º, 7º y 8º, por lo que se dispone que cada Domingo de Ramos se entregue a cada hermano un cirio de tres libras para que con él asista a la procesión que sale de San Juan en la tarde del Miércoles Santo; que el Hermano Mayor y el clavero sacristán vayan a la procesión con sus bastones para gobernarla y que los hermanos asistan con modestia y decencia en sus trajes penitentes, con túnicas moradas de holandilla, con sandalias de becerrillo morado y cordón de pitas y con coronas de pita; pero sin flores que causen irrisión. Se dispone, por último, que el Hermano Mayor nombre a los hermanos que con sus hombros habían que llevar la Santa imagen de Jesús por la carrera o procesión, sin permitir que en el trono -notáse bien, trono y no paso- hubiera flor natural alguna para evitar toda discordia y desazón.
En 1863 -9 de mayo- obtiene la Cofradía el título de Real Hermandad, que le concedió Isabel II.
Finalmente en los vandálicos incendios de 1931, a las cuatro semanas de proclamarse en España la Segunda República, la Exaltación perdió sus enseres y de la destrozada sólo quedó el rostro, que encontró, salvó y conservó un fervoroso hermano, Don Fernando López de Lara. A partir de ese rostro se restauró la imagen, que se perdió definitivamente en el ya memorizado incendio del 21 de julio de 1980. Y se talló esta nueva escultura, que presidió el pregón de la Semana Santa de 1982 y que fue bendecida tres días después, el 21 de marzo del ya citado año.
Un dato curioso, que viene a probar el fraternal espíritu que ha presidido desde siempre la vida de nuestras Cofradías, es el que a continuación exponemos. En el Siglo XIX las hermandades radicadas en San Juan salían juntas en la misma procesión: Jesús Nazareno, con su vistoso cortejo de hermanos de luz y de soldados romanos, la Exaltación, Azotes y Columna, la Puente y Nuestra Señora de los Dolores.
Permitidme ahora que dedique unas palabras a las otras Reales Cofradías Fusionadas. Y porqué estas palabras ya las escribí para otra ocasión, permitidme también que con ese mismo sentir os la diga.
¡Dulce Cristo de Ánimas de Ciegos! ¡Dulce Cristo pendiente de la Cruz! Un pobre cristiano, pobre en virtudes; pero quizás no tan pobre en humildades, así se dirigió a tu Divinidad:
Con los ojos abiertos me creaste.
Porque quise pecar los cerré luego.
A nadie he de culpar si quedé ciego.
Si busqué mi desgracia ahora me baste.
Tu puedes, sin embargo, dar al traste
con mi necia maldad y a si te ruego
que olvides mi pecado y mi despego.
Recuerda que del mal me rescataste.
Tan sólo una esperanza ya me queda:
pon tu mano en mis ojos, que yo vea,
y a mis pupila vuélveles el brillo;
mas si mi culpa hiciere que no pueda
romper la oscuridad que me rodea,
Sé Tú, desde la Cruz, mi lazarillo.
Y a María, la de la poética advocación de la Santa Vera Cruz, le dije:
Concepción Dolorosa, Caridad,
Consolación y Lágrimas, Rocío,
y en los templos que están allende el río,
Amargura, Esperanza y Trinidad.
Estrella y Gran Poder, y Soledad,
nombres con que te reza el pueblo mío;
piadosa letanía con que confío
merecer tu perdón. Amor, Piedad.
Y un nombre con sabor a diecisiete
que Málaga musita con fervor
y que el alma nos baña con su luz.
Un nombre que la gloria nos promete,
tu nombre: Virgen del Mayor Dolor,
Señora de la Santa Vera Cruz.
Por último, de entre mis recuerdos saco la mirada que, temeroso, no me atrevía a elevar el flagelado Cristo de Azotes y Columna y que me movió a decirle:
¿Por qué te rezo, pero no te miro?
¿Por qué los ojos en el suelo clavo?
¿Por qué mis culpas con mi llanto lavo
mientras la vista de tu faz retiro?
¿Por qué si a tu perdón lloroso aspiro
y no quisiera ser más que tu esclavo,
un foso entre los dos profundo cavo
y más me aparto mientras más suspiro?
Atado a la columna, tu mirada,
transida de dolor me está diciendo
que asido a tu perdón puedo mirarte,
que olvidas que en aquella madrugada,
a tus espaldas pecador hiriendo
también en tus azotes tomé parte.
Y antes de finalizar este deslavazado pregón, digamos siquiera dos palabras sobre el signo de nuestra redención. Sangriento signo, patíbulo infamante elevado por Cristo a la más suprema de las dignidades.
En pregones anteriores y en otros que seguirán os habrán dicho y os dirán, con vocablos mejor concertados que los míos, toda una impresionante serie de datos históricos. Os habrán contado cómo Elena, la que después fue Santa Elena, la madre de Constantino, halló los sacrosantos maderos en que entregó su vida por nosotros nuestro Divino Redentor, y cómo este providencial hallazgo fue prenuncio de aquel famoso Decreto que en el 313 marcó nuevos rumbos a la Iglesia.
Yo no soy masoquista. Yo, ahora que está de moda decir lo contrario, prefiero, con todos sus defectos, una iglesia constantiniana a una iglesia perseguida. Comprendo que en las catacumbas la iglesia, como grano de trigo enterrado que luego dará al ciento por uno, como grano regado por sangre de mártires, fue el germen de posteriores grandezas. Comprendo también que aquellas crueles persecuciones eran mil veces preferibles a estas otras persecuciones frías y despiadadas, que caracterizan nuestros días y que van desde la injusta supresión de festividades entrañables a la promulgación de leyes sectarias, dictadas en nombre de una libertad inexistente para nosotros. Pero también espero que comprendáis vosotros que el triunfo de la Cruz, reconocido por estados y leyes, es algo hermoso y jamás vituperable. Sin que falten ahora auténticos mártires -díganlo los encarcelados, los perseguidos, los que entregan su vida en gélidas estepas o en ardorosos trópicos – el enemigo ha cambiado sus métodos y prefiere corromper antes que asesinar. Ante ese panorama, prefiero, ya lo he dicho, un estado confesional y fuerte que sin olvidar el respeto a otros credos promueva y defienda la fe de Cristo. Y esa fe, no la olvidemos, está representada por la Cruz, que con sus tristezas precede a la alegre Resurrección.
La solemne liturgia católica, en la función del Viernes Santo, celebra la adoración de la Cruz y al irnos descubriendo esta, nos dice: Ecce lignum Crucis, in quo salus mundi pependit, he aquí el madero de la Cruz, en el cual estuvo colgada la salvación del mundo, y con entrañable reiteración nos lo dice tres veces. Y el Fénix de los Ingenios, el genial Lope de Vega, pone en boca de la Santísima Virgen, dirigido a la Cruz, unos versos admirables, de los que entresacamos estos:
Pues solas nos han dejado,
Yo sin hijo y vos sin dueño,
consolémonos las dos,
pues las dos nos parecemos.
Hízome Dios, cruz divina,
para nacer de mi pecho
y a vos, por mayor favor,
para morir en el vuestro.
Pues como a Dios os adoran
ángeles, hombres y cielo,
morir en vos fue lo más
y nacer de mí lo menos.
Más merecen vuestros brazos
las horas que le tuvieron,
que los años que los míos
le dieron dulce sustento.
Madres suya parecéis
en darle al mundo, aunque muerto,
pero dáisle con dolores,
y yo le parí sin ellos.
Leona sois en el parto,
aunque yo os le dí Cordero;
Mas, pues que blanco os le dí,
¿Por qué me le dais sangriento?.
Por cierto que del versículo en latín que hace muy poco he recitado, dos palabras –lignum crucis– os habrán sonado a familiares, y ello porque en el tesoro de vuestras fusionadas hermandades contáis con una preciada reliquia que en las grandes solemnidades porta un hermano, cubiertos los hombros por un riquísimo humeral que da testimonio del látrico respeto con que honráis unos trozos de aquél mismo madero del que colgó Dios hecho hombre, hombre como nosotros salvo en el pecado y que dio su vida por nosotros.
Y yo os invito y me invito, para terminar, a que todos, vosotros y yo, nos sintamos cirineos que ayuden a Cristo a llevar su Cruz. Esa Cruz que para nosotros no es sino el propio sufrimiento, sublimado por la dedicación que de él hacemos a Dios.
¡Qué hermosa figura la del cirineo! Parco es el Evangelio al hablarnos de él. Sabemos que se llamaba Simón, que era de Cirine, que era padre de Alejandro y Rufo y que volvía del campo cuando encontró cortejo deicida. No tuvo otra opción; pero, ¿podemos imaginar la conmoción que sufrió su alma cuando el Justo, con una mirada, le dio las gracias? De allí nacería un recuerdo imborrable y unos sentimientos de amor que luego, en su ancianidad, transmitiría a Rufo y a Alejandro:
Con el respeto que inspira lo sagrado del lugar, con el respeto que inspira lo selecto del auditorio, con el respeto que inspira lo excelso del asunto, no os podréis extrañar si mis palabras, mas balbuceantes de lo que vosotros merecéis y de lo que yo desearía, afrontan con sencillez y humildad esta grave, esta honrosa ocasión en que vuestra generosidad, al echar sobre mis hombros tan singular compromiso, me ha colocado.
Yo quisiera en estos momentos tener tales dotes de orador que no me hicieran temer los minutos que inexorables se aproximan. Válgame, al menos, mi entusiasmo y mis recuerdos para que, de la mano del uno y de los otros, pueda discurrir sin graves tropiezos por la historia de unas hermandades que, desde la memoria me alcanza, gozaron siempre de mis predilecciones.
Entusiasmo, devoción, sentimientos cofradieros que ojalá me ayuden a cumplir con mi grata obligación. Y recuerdos, grabados en mi alma con el fuego imperecedero de la niñez, ya tan lejana en el tiempo, aunque inmediata, próxima, inefable en el corazón y en la que he de bucear como una fuente inagotable para que afloren ahora unas vivencias que, parafraseando al autor del Quijote, me hacen decir con acentos de verdad: Cofrade se es de la cuna de la mortaja ...
Yo recuerdo que en aquellos alejados años, cuando se me hacía la pregunta que a todos los niños se dirige -Y, cuando seas mayor, ¿tú que querrías ser?- contestaba ingenuo, candorosamente: ¿Yo?, nazareno. Y entre otras muchas cosas, todas menos importantes que aquel deseo de la puericia, nazareno fuí, desde los tiernos años en el que con el hábito de la Pollinica, cortado y cosido por mi madre, enarbolaba la grácil hoja de la palmera entre el bosque susurrante de las palmas -''Dejad que los niños se acerquen a Mí'', ''Sinite parvulos venire ad Me- hasta que, más que avanzado a la madurez, padre de una familia gracias a Dios numerosa, regí los destinos de una de las cofradías más antiguas de Málaga, La Muy Ilustre, Antigua y Venerable Hermandad Sacramental de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Viñeros, que en mi época y gracias a una venturosa fusión, alargó su título nobilísimo con el de Nuestra Señora del Traspaso y Soledad de Viñeros, dando así fin a una escisión que duraba ya centurias, y aun se prolongó más en su denominación con el nombre de San Lorenzo Mártir, por obra y gracia de un caballero cristiano y buen cofrade que no se me va de la memoria: Don Carlos Krauel Gross, malagueño de cepa y raigambre pese a sus foráneos apellidos de Málaga, crisol de razas, supo convertir en malacitanos
Y pues que de añejas memoranzas estamos hablando, séame lícito dedicar unas palabras, modestas como todas las mías, pero salidas del alma, a este mismo templo en que nos encontramos, Parroquia que me vio nacer y en la que durante muchos años viví.
Yo nací muy cerca de aquí y desde la cuna fui feligrés de San Juan Bautista. Mis ojos se abrieron a la luz primera, a esta luz incomparable de Málaga, en uno de los pisos de la conocida Casa del Abuelo, en la vecina calle de Especerías, y recuerdo haber oído a mi madre que desde una de las ventanas traseras del hogar de mis primeros años, de los años de mi infancia, se podía dirigir la vista en alado vuelo al lugar donde se hallaba y se halla el altar mayor de esta iglesia donde ahora mismo nos encontramos y que así la autora de mis días, en aquéllos en que alguna enfermedad de ella o de los suyos, le impedía incumplir de presente con el dominical precepto, seguía con el espíritu el Santo Sacrificio. Luego, cuando yo contaba algo más de dos años, varié de casa, pero no de parroquia, al mudarnos al entonces número dos de la calle de García Briz. Entonces, todas las procesiones pasaban por calle Especerías, y todas también por delante de los balcones de calle García Briz, y en este vivir gozoso de nuestra Semana Santa quizás pudiera haber nacido mi vinculación con ella. Hoy, después de la afortunada recuperación para nuestros itinerarios de la ''superprocesionista'' calle de Carretería, también la casi totalidad de nuestros desfiles procesionales pasan ante los referidos balcones de calle García Briz, de aquel hogar del que salí para casarme y al que volví poco después, para ausentarme, creo que ya definitivamente, compelido por el número de hijos que necesitaba un espacio mayor.
Y ahondando más en mis recuerdos, me veo, con mis hermanas, los tres con las narices pegadas a los cristales o arropados maternalmente en los balcones, presenciando con ávido mirar la impresionante teoría de Cristos y de Vírgenes. Y también me veo en los más tiernos años de mi adolescencia en la dominical misa de doce de San Juan, con el templo abarrotado y los ojos fijos, lo confieso, más que en el altar en el casi infantil perfil, no del amor, que vino después, sino de la pura ilusión que ha iluminado el alma de tantos y tantos seres normales, más niños que hombres, situados en la difícil frontera de la juventud.
Fui siempre ''procesionista'', expresivo vocablo malagueño que indiscutiblemente prefiero a otros, no niego que también expresivos pero foráneos. Mis hermanas y yo teníamos a gala sabernos de memoria las barrocas denominaciones de las hermandades y pronunciábamos entonces con empaque y fervor el largo y altisonante título de la cofradía que ahora nos congrega y que entonces rezaba así: Reales Cofradías Fusionadas de Nuestro Padre Jesús de Azotes y Columna, Santísimo Cristo de la Exaltación, Nuestra Señora del Mayor Dolor de la Santa Vera Cruz y Santísimo Cristo de Ánimas de Ciegos, cuya imagen, la de éste último, entonces ''no salía'', como brevemente se decía en el lenguaje cofradiero.
Y todavía me ata, con agridulces lazos de dolor y pena, otra entrañable circunstancia más a esta Parroquia de San Juan. Cuando mi hija mayor se acercaba al final de su vida le abrió las puertas del cielo el párroco de esta feligresía, entonces Don Francisco Castro, que por raras circunstancias, digamos que por providenciales circunstancias, la visitó en el sanatorio, la confesó, le dio la extremaunción y el Viático, todo ello recibido con fervor, con sencillez, con humildad. ¿Cómo se puede querer que yo no quiera a la Parroquia de San Juan?
Hoy todo eso se acabó. De aquella familia numerosa sólo queda conmigo un hijo, porque de los otros hijos, una se fue a la patria eterna y los otros constituyeron su propio hogar. También la madre de ellos voló al cielo. Pero de esto no tenéis vosotros la culpa. Yo lo acepto, como venido de las manos de Dios y os doy las gracias porque me habéis deparado la ocasión de recordarlo. Perdonadme porque os haya hablado de ello. Perdonad que desde la última vuelta del camino, que Baroja decía, haya puesto en mi boca lo que el corazón, lleno de memorias, me dictaba. ''Ex abundantia cordis...''.
Y vayamos ya a lo que aquí no tiene congregados. Como buen andaluz que soy -aunque más que andaluz soy español- me temo que para una copla, que mi ignorancia hará corta, ha sido ''muy largo el jipío''.
Este pregón, si es que se puede recibir ese nombre, está dedicado a un fasto memorable en la vida de las Reales Cofradías Fusionadas y precisamente porque en estas fechas -pasado mañana- se cumple el septuagésimoquinto aniversario de la fusión de las Hermandades de Azotes y Columna, Ánimas de Ciegos y Vera Cruz -ya fusionadas antes- con la Cofradía de Exaltación. Y los prolegómenos de este solemne acto fueron así, según nos cuenta la monumental obra del Padre Llordén y Sebastián Souviron, esto es, la ''Historia Documental de las Cofradías y Hermandades de Pasión de la ciudad de Málaga'':
El 20 de agosto de 1891 y en la Iglesia de la Concepción, sede de las Hermandades de Ánimas de Ciegos y de la Vera Cruz, se celebró un acto para tratar de la fusión de estas dos últimas con la Hermandad de Azotes y Columna, a la sazón establecida en la vecina Iglesia de San Juan Bautista desde que se trasladó a ella desde el convento de San Francisco.
Esta Cofradía de Nuestro Padre Jesús de Azotes y Columna goza de una antigüedad presumiblemente superior a 1730, fecha de sus primeros Estatutos, pues se sabe que casi un siglo antes, en 1646, la capilla del Santo Cristo de la Columna, del Convento de San Francisco, era de los herederos de la familia Ventimiglia, iniciadores del culto a la imagen, de la que únicamente se conoce que ya en 1867 se encontraba en la iglesia parroquial de San Juan.
La Cofradía estaba especialmente dedicada al enterramiento de sus hermanos, según aparecen de diversos testamentos que el curioso lector puede encontrar reseñados en el libro de Llordén y Souviron. En el trono se hallan tres figuras: Nuestro Padre Jesús atado a la Columna entre dos sayones que le azotan, del que uno de ellos, según la voz popular, ostentaba el rostro del entonces Gobernador Militar de Málaga y autor del fusilamiento de Torrijos, General González Moreno, así retratado por resentimientos que contra él albergaba el escultor.
Como decíamos, la fusión de la Hermandad con las de Ánimas de Ciegos y Vera Cruz se certificó en el mes de diciembre de 1891, mas es lo cierto que dificultades económicas muy difíciles aconsejaron a los directivos la fusión de las tres ya unidas hermandades con la Cofradía de la Exaltación, que se llevó a término el 31 de mayo de 1913.
Y perdonad otra vez que después de este fárrago de fechas y de históricas circunstancias vuelva otra vez a mis infantiles recuerdos. Y de entre ellos viene a mi memoria la imagen de un niño dibujando con reiterativa insistencia a los nazarenos de la Exaltación, y ello por una razón bien sencilla. En Semana Santa, en esas entrañables fechas en que se reverdecían mis cofradieras ilusiones, los lápices de colores que la munificencia de los Reyes Magos habían dejado en mis zapatos, no tan sólo no existían, sino que de ellos no quedaban ni restos, ni memoria. Y entonces, como únicos útiles de mis pictóricas aficiones, no contaba más que con un rojo y grueso lápiz, ya jubilado de sus primitivas y oficinescas tareas, y otro lápiz negro-¡aquellos Faber del nº2!- y con el rojo y el negro trazaba una y otra vez las túnicas y los capirotes de la Exaltación, cuya imagen no era la de ahora, sino aquella otra que desapareció en un incendió en aquel 21 de julio de 1980, de triste recordación.
La imagen de ahora también está ligada con invisibles, apretados y provinciales lazos a mi vida, pues fue la que presidió el acto, para mí inolvidable, en que pronuncié el 18 de marzo de 1982, víspera de mi Santo patrono San José, el pregón de la Semana Santa. Y entonces dije, sugerí, entre el ruidoso beneplácito de los asistentes, que si un pregón no era sino una exaltación, nada más justo que en años sucesivos fuera la misma imagen de la Exaltación la que presidiera los pregones. Ello no ha sido así, por evidentes razones que desde luego comprendo; pero no ha sido por mi culpa.
Es una imagen bella la del Santísimo Cristo de la Exaltación. Representa el crudelísimo momento en que unos sayones empujan o tiran de la Cruz, sin dolerse de la desvalida carne, doliente como la nuestra, que ya está clavada en el madero. Y allí está Cristo, por culpa de nuestras culpas, víctima inocente de nuestros pecados, de los de todos, de los míos y de los vuestros. Y porque así es, y porque el alma se me encoge y se os encoge, canté una vez, sintiéndome intérprete de todos, con unas palabras que no me resisto a repetir:
A la Cruz ya, Señor, estás clavado.
Para mirar tu muerte sólo falta
que a fuerza de empujones y bien alta
te vean todos al fin de ella colgado.
Todos, sí, todos, pues que hemos pecado
contra tí todos, y a la vista salta
que esa furia ciega que te exalta
de todos las pasiones han andado.
Para mi bien estás pagando
el mal que te inferí, y desde arriba
tu mirada me brinda compasión.
Perdón te pido. Mírame esperando
que por mi llanto de tu amor reciba
el fruto de tu santa exaltación.
Y siguiendo adelante con la historia de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Exaltación, diremos que en 1682 la Cofradía del Triunfo, llamada después de la Soledad y finalmente, hasta nuestros días, la de los Dolores, establecida en San Juan, decidió hacer obras de ampliación en su capilla y para ello adquirió a Pedro Díaz de Aranda parte de un terreno que éste tenía en la calleja de San Juan. Dos años más tarde, el 25 de marzo de 1684, vendió un hueco de su pared de su capilla para que fuese colocada la nueva imagen del Santísimo Cristo de la Exaltación. Muchos años después, en 1732, al realizarse en la parroquia unas obras de consideración, la Exaltación trasladó su titilar a la capilla de Vera Cruz. En el lugar que a causa de esta mudanza quedó vacío se colocó un gran cuadro que representaba a San Erasmo
Pero, ¿Cuál fue la fecha fundacional de la Exaltación?
La más antigua referencia la constituye un testamento, fechado en 1665, por el que la testadora dispone que se entierre su cuerpo en la Iglesia de San Juan y precisamente en la sepultura y entierro que tienen los hermanos del Santo Cristo de la Exaltación.
Por uno de esos altibajos tan frecuentes en la vida de las hermandades, la que nos ocupa hubo que reorganizarse en 1749 y los pocos hermanos que a la sazón pertenecían a la Cofradía obtuvieron del propietario de capilla e imagen que las cediese a la hermandad. Redactaron después nuevas Constituciones que se aprobaron el 20 de abril de 1752. En estos Estatutos, que pueden leerse en la tan citada e imprescindible obra de Llordén y Souviron, se dan un sin número de detalles, de los que entresacamos los capítulos 6º, 7º y 8º, por lo que se dispone que cada Domingo de Ramos se entregue a cada hermano un cirio de tres libras para que con él asista a la procesión que sale de San Juan en la tarde del Miércoles Santo; que el Hermano Mayor y el clavero sacristán vayan a la procesión con sus bastones para gobernarla y que los hermanos asistan con modestia y decencia en sus trajes penitentes, con túnicas moradas de holandilla, con sandalias de becerrillo morado y cordón de pitas y con coronas de pita; pero sin flores que causen irrisión. Se dispone, por último, que el Hermano Mayor nombre a los hermanos que con sus hombros habían que llevar la Santa imagen de Jesús por la carrera o procesión, sin permitir que en el trono -notáse bien, trono y no paso- hubiera flor natural alguna para evitar toda discordia y desazón.
En 1863 -9 de mayo- obtiene la Cofradía el título de Real Hermandad, que le concedió Isabel II.
Finalmente en los vandálicos incendios de 1931, a las cuatro semanas de proclamarse en España la Segunda República, la Exaltación perdió sus enseres y de la destrozada sólo quedó el rostro, que encontró, salvó y conservó un fervoroso hermano, Don Fernando López de Lara. A partir de ese rostro se restauró la imagen, que se perdió definitivamente en el ya memorizado incendio del 21 de julio de 1980. Y se talló esta nueva escultura, que presidió el pregón de la Semana Santa de 1982 y que fue bendecida tres días después, el 21 de marzo del ya citado año.
Un dato curioso, que viene a probar el fraternal espíritu que ha presidido desde siempre la vida de nuestras Cofradías, es el que a continuación exponemos. En el Siglo XIX las hermandades radicadas en San Juan salían juntas en la misma procesión: Jesús Nazareno, con su vistoso cortejo de hermanos de luz y de soldados romanos, la Exaltación, Azotes y Columna, la Puente y Nuestra Señora de los Dolores.
Permitidme ahora que dedique unas palabras a las otras Reales Cofradías Fusionadas. Y porqué estas palabras ya las escribí para otra ocasión, permitidme también que con ese mismo sentir os la diga.
¡Dulce Cristo de Ánimas de Ciegos! ¡Dulce Cristo pendiente de la Cruz! Un pobre cristiano, pobre en virtudes; pero quizás no tan pobre en humildades, así se dirigió a tu Divinidad:
Con los ojos abiertos me creaste.
Porque quise pecar los cerré luego.
A nadie he de culpar si quedé ciego.
Si busqué mi desgracia ahora me baste.
Tu puedes, sin embargo, dar al traste
con mi necia maldad y a si te ruego
que olvides mi pecado y mi despego.
Recuerda que del mal me rescataste.
Tan sólo una esperanza ya me queda:
pon tu mano en mis ojos, que yo vea,
y a mis pupila vuélveles el brillo;
mas si mi culpa hiciere que no pueda
romper la oscuridad que me rodea,
Sé Tú, desde la Cruz, mi lazarillo.
Y a María, la de la poética advocación de la Santa Vera Cruz, le dije:
Concepción Dolorosa, Caridad,
Consolación y Lágrimas, Rocío,
y en los templos que están allende el río,
Amargura, Esperanza y Trinidad.
Estrella y Gran Poder, y Soledad,
nombres con que te reza el pueblo mío;
piadosa letanía con que confío
merecer tu perdón. Amor, Piedad.
Y un nombre con sabor a diecisiete
que Málaga musita con fervor
y que el alma nos baña con su luz.
Un nombre que la gloria nos promete,
tu nombre: Virgen del Mayor Dolor,
Señora de la Santa Vera Cruz.
Por último, de entre mis recuerdos saco la mirada que, temeroso, no me atrevía a elevar el flagelado Cristo de Azotes y Columna y que me movió a decirle:
¿Por qué te rezo, pero no te miro?
¿Por qué los ojos en el suelo clavo?
¿Por qué mis culpas con mi llanto lavo
mientras la vista de tu faz retiro?
¿Por qué si a tu perdón lloroso aspiro
y no quisiera ser más que tu esclavo,
un foso entre los dos profundo cavo
y más me aparto mientras más suspiro?
Atado a la columna, tu mirada,
transida de dolor me está diciendo
que asido a tu perdón puedo mirarte,
que olvidas que en aquella madrugada,
a tus espaldas pecador hiriendo
también en tus azotes tomé parte.
Y antes de finalizar este deslavazado pregón, digamos siquiera dos palabras sobre el signo de nuestra redención. Sangriento signo, patíbulo infamante elevado por Cristo a la más suprema de las dignidades.
En pregones anteriores y en otros que seguirán os habrán dicho y os dirán, con vocablos mejor concertados que los míos, toda una impresionante serie de datos históricos. Os habrán contado cómo Elena, la que después fue Santa Elena, la madre de Constantino, halló los sacrosantos maderos en que entregó su vida por nosotros nuestro Divino Redentor, y cómo este providencial hallazgo fue prenuncio de aquel famoso Decreto que en el 313 marcó nuevos rumbos a la Iglesia.
Yo no soy masoquista. Yo, ahora que está de moda decir lo contrario, prefiero, con todos sus defectos, una iglesia constantiniana a una iglesia perseguida. Comprendo que en las catacumbas la iglesia, como grano de trigo enterrado que luego dará al ciento por uno, como grano regado por sangre de mártires, fue el germen de posteriores grandezas. Comprendo también que aquellas crueles persecuciones eran mil veces preferibles a estas otras persecuciones frías y despiadadas, que caracterizan nuestros días y que van desde la injusta supresión de festividades entrañables a la promulgación de leyes sectarias, dictadas en nombre de una libertad inexistente para nosotros. Pero también espero que comprendáis vosotros que el triunfo de la Cruz, reconocido por estados y leyes, es algo hermoso y jamás vituperable. Sin que falten ahora auténticos mártires -díganlo los encarcelados, los perseguidos, los que entregan su vida en gélidas estepas o en ardorosos trópicos – el enemigo ha cambiado sus métodos y prefiere corromper antes que asesinar. Ante ese panorama, prefiero, ya lo he dicho, un estado confesional y fuerte que sin olvidar el respeto a otros credos promueva y defienda la fe de Cristo. Y esa fe, no la olvidemos, está representada por la Cruz, que con sus tristezas precede a la alegre Resurrección.
La solemne liturgia católica, en la función del Viernes Santo, celebra la adoración de la Cruz y al irnos descubriendo esta, nos dice: Ecce lignum Crucis, in quo salus mundi pependit, he aquí el madero de la Cruz, en el cual estuvo colgada la salvación del mundo, y con entrañable reiteración nos lo dice tres veces. Y el Fénix de los Ingenios, el genial Lope de Vega, pone en boca de la Santísima Virgen, dirigido a la Cruz, unos versos admirables, de los que entresacamos estos:
Pues solas nos han dejado,
Yo sin hijo y vos sin dueño,
consolémonos las dos,
pues las dos nos parecemos.
Hízome Dios, cruz divina,
para nacer de mi pecho
y a vos, por mayor favor,
para morir en el vuestro.
Pues como a Dios os adoran
ángeles, hombres y cielo,
morir en vos fue lo más
y nacer de mí lo menos.
Más merecen vuestros brazos
las horas que le tuvieron,
que los años que los míos
le dieron dulce sustento.
Madres suya parecéis
en darle al mundo, aunque muerto,
pero dáisle con dolores,
y yo le parí sin ellos.
Leona sois en el parto,
aunque yo os le dí Cordero;
Mas, pues que blanco os le dí,
¿Por qué me le dais sangriento?.
Por cierto que del versículo en latín que hace muy poco he recitado, dos palabras –lignum crucis– os habrán sonado a familiares, y ello porque en el tesoro de vuestras fusionadas hermandades contáis con una preciada reliquia que en las grandes solemnidades porta un hermano, cubiertos los hombros por un riquísimo humeral que da testimonio del látrico respeto con que honráis unos trozos de aquél mismo madero del que colgó Dios hecho hombre, hombre como nosotros salvo en el pecado y que dio su vida por nosotros.
Y yo os invito y me invito, para terminar, a que todos, vosotros y yo, nos sintamos cirineos que ayuden a Cristo a llevar su Cruz. Esa Cruz que para nosotros no es sino el propio sufrimiento, sublimado por la dedicación que de él hacemos a Dios.
¡Qué hermosa figura la del cirineo! Parco es el Evangelio al hablarnos de él. Sabemos que se llamaba Simón, que era de Cirine, que era padre de Alejandro y Rufo y que volvía del campo cuando encontró cortejo deicida. No tuvo otra opción; pero, ¿podemos imaginar la conmoción que sufrió su alma cuando el Justo, con una mirada, le dio las gracias? De allí nacería un recuerdo imborrable y unos sentimientos de amor que luego, en su ancianidad, transmitiría a Rufo y a Alejandro:
Regresabas del campo y tus afanes
te tenían, Simón, el yantar, sorbido el seso:
el descanso, el yantar, el vino, el beso,
el tributo, las eras y los panes.
De improviso, los gritos, los jayanes,
los soldados, las burlas y aquel preso,
las espaldas sangrando bajo el peso
del madero, la turba y sus desmanes.
Y entre todos tú fuiste el elegido.
-El leño coge, que aún nos falta un trecho-,
despótico te ordena el legionario.
La mirada de un Dios agradecido
y el recuerdo hecho mieles en tu cuerpo:
-Yo le llevé la Cruz hasta el Calvario.
José Luis Hurtado de Mendoza y Bourman.
Cronista de la Agrupación de Cofradías
de Semana Santa de Málaga
29.V.1988
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